
EDITORIAL
Ética, ética, ética…
La comunidad nacional se ha visto impactada por las conductas de muchos políticos, prácticamente casi de todos los sectores, y, consecuencialmente, por las explicaciones que, tras descubrirse estos hechos, tratan de justificar lo injustificable.
Tales personeros han insistido en señalar que sus modos de actuar, si bien pueden ser mal vistos, se han ajustado a la ley vigente o han respondido a la imperiosa necesidad de proveer recursos para financiar el partido o las campañas, para culminar con frases para el bronce tales como “todos lo hacen” o “por qué nos investigan tan duramente a nosotros y no a los demás que han hecho lo mismo”.
Si los ciudadanos se dan el tiempo para recorrer el devenir de los últimos años, podrán comprobar que la corrupción no es cosa nueva. Hacer un inventario resulta agotador.
En lo económico, se ven especuladores y empresarios que han hecho uso y abuso de información privilegiada, que se han coludido para fijar precios o para distribuirse cuotas de mercado, que han creado y mantenido universidades con fines de lucro, que han burlado impuestos, que han financiado mediante triquiñuelas incluso a colectividades totalmente contrarias a sus intereses y principios.
En lo religioso, se han visto sacerdotes que no han trepidado en abusar de menores y cuyos superiores, con cabal conocimiento de lo hecho, los han ocultado o encubierto por años y años.
En lo social, se ven adulteraciones de fichas o de datos para poder acceder a beneficios de educación, de salud u otros, a los cuales simplemente no se tiene derecho.
La televisión pública mostraba hace pocos días el alto nivel de evasión en el pago de la locomoción colectiva por parte de residentes del “barrio alto” de la capital o de estudiantes de los más caros colegios pagados, todos los cuales justificaban cínicamente su actitud.
Como si dicho fuese poco, basta caminar por cualquier calle para constatar la absoluta falta de educación y respeto. Decenas o centenas de personas que en lujosos vehículos conducen hablando por teléfono, estacionan en aceras o lugares prohibidos, ocupan los sitios reservados para discapacitados, pasan con luz roja en los semáforos a veces con consecuencias fatales, etcétera, etcétera.
Los niveles de incultura son abismantes. La policía y los inspectores brillan por su ausencia o, lo que es cada vez más frecuente, ajustan sus actuaciones al nivel económico-social o a la fama o rango del infractor.
Romper esa inercia de conductas antiéticas o de falta absoluta de respeto por las normas mínimas de convivencia propias de una sociedad civilizada, es tarea de todos. Evidentemente, que trabajar para lograrlo es agotador pero, si no empezamos ahora, más tarde será inútil porque el país estará hundido en el fango de la corrupción y de la desidia.
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