EDITORIAL. Un problema mayúsculo.
Es fácil constatar que las elites del país –políticas, económicas, comunicacionales- viven ensimismadas en la explotación de problemas contingentes que pudieran traerles réditos electorales en el corto o mediano plazo. Casi nadie es capaz de pensar en función del futuro proyectando la vida nacional consecuentemente.
Las cifras obtenidas en censos e investigaciones no sirven de nada si los responsables de definir las políticas públicas, no extraen los datos que fluyen de esos procesos y los traducen en respuestas concretas a las demandas actuales o proyectadas de la población. Esta es una cuestión que no solo implica al gobierno vigente sino que puede observarse a lo largo de décadas.
Dos áreas pueden servirnos de ejemplo: Educación y Salud. Para el 2030, faltarán 30.000 profesores para atender a niños y adolescentes en las mismas condiciones que hoy ofrece la educación pública, sin disminuir el número de alumnos por curso. En Salud, pese a la multiplicación de las Escuelas de Medicina en las últimas décadas, la carencia de médicos es alarmante debido en gran parte a la concentración de estos profesionales en las comunas de privilegio de la Región Metropolitana. Peor aún es la situación crítica en materia de especialidades.
Un país serio prevé su futuro y adopta hoy las medidas necesarias que le permitirán abordar los desafíos de mediano y largo plazo.
En materia poblacional hay datos evidentes. Por un lado, los números indican que nuestra población claramente está envejeciendo, al extremo que es posible estimar que la esperanza de vida de los habitantes crece incesantemente sobrepasando ya los 81 años con una cifra mayor para las mujeres. Por otra parte, es indubitado que el número total de habitantes del país irá decreciendo en el corto plazo ya que la tasa de fecundidad, determinada por el número de hijos por mujer, se aleja cada vez más y más del 2,1 requerido para mantener una cifra estable de población, alcanzando actualmente solo al 1,1. Esto significa que, si al año 2019 nacían 210.188 niños en el período, cuatro años más tarde el número de nacimientos había descendido a 171.992.
Las causas de esta abrupta caída son diversas y van desde una voluntaria postergación de la maternidad al priorizar la concreción de aspiraciones profesionales y laborales en general, hasta el tratamiento social y económico que la sociedad da a las madres y que complica su vida y desarrollo personal.
El Estado chileno ha sido renuente y descuidado al tratar este tema, sin que el Ejecutivo de turno y el Legislativo hayan abordado con la seriedad indispensable la materia. El solo hecho de pensar que avanzamos hacia una “sociedad de viejos” sustentada por una minoría de adultos jóvenes, nos obliga reflexionar sobre las consecuencias prácticas de esta situación. Todo incide en nuestras acciones en Educación, Salud y Previsión Social y las respuestas públicas constituyen medidas con resultados a largo plazo, por lo que las clases dirigentes, aletargadas por los retos “del aquí y el ahora”, no han sabido asumir sus responsabilidades.
Si bien pueden existir respuestas de carácter técnico, en el sentido más amplio de la expresión, necesitamos generar desde ya una cultura de consideración y respeto a la maternidad en todos sus aspectos, asumiendo que el proceso de reproducción humana no es algo que debe recaer únicamente sobre las mujeres sino que sus costos concretos deben ser asumidos también por los varones, por los empleadores y, globalmente, por la sociedad entera.
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