
EDITORIAL. Una atmósfera irrespirable
Bien puede decirse que la esencia de un país está constituida por un grupo humano que se asienta en un territorio determinado y que se da una organización o institucionalidad que hace posible su funcionamiento.
En nuestro tiempo, el territorio de cada país está prácticamente determinado en la gran mayoría de los casos pero persisten variados problemas en que se discuten cuestiones limítrofes, o en que una nación es invadida por otra con fines políticos expansionistas (caso Rusa / Ucrania) o en que un pueblo sostiene que ha sido privado del suelo que histórica y legítimamente le pertenecía (conflicto Palestina / Israel).
Por otra parte, la globalización y el libre tránsito de personas y mercaderías y también las crisis políticas y económicas, han hecho que las poblaciones migren y que el componente humano haya ido perdiendo su homogeneidad racial y cultural dando origen a sociedades complejas con todos los problemas que se observan a diario.
Esa es la realidad actual y con esa realidad tenemos que vivir, sin que Chile sea una excepción al respecto.
Los países tienen como elemento sustantivo el hecho de que sus habitantes comparten, para bien o para mal, una historia y un pasado comunes, con todos sus progresos y sus fracasos, armados por una gama enorme de hechos, buenos y malos, acerca de los cuales las actuales generaciones muchas veces no tienen más responsabilidades que las que derivan de pretéritos lazos de familia.
En toda comunidad humana, encontramos una serie permanente de desencuentros y conflictos, mayores o irrelevantes, que bien pueden llevar a su fractura y destrucción o a su consolidación si estos son manejados adecuadamente.
Hoy por hoy, el paciente que está en el quirófano es Chile y la sintomatología que presenta es grave.
La “voluntad de ser”, la determinación de construir un futuro común, se han ido diluyendo paulatinamente, y hasta los elementos mínimos que, moral y sustancialmente hacen vivir una democracia en forma, tales como el respeto hacia el que piensa distinto, la capacidad de alcanzar acuerdos pragmáticos que la ciudadanía reclama con urgencia, el compartir un cierto sentido de comunidad, han desaparecido.
La política ha hecho de su conducta una escuela de agresividad, de procacidad en el lenguaje, de mediocridad en las ideas, sin que sus actores siquiera se den cuenta de que más allá de su fraseología insulsa ante las cámaras de televisión, hay un Chile real que sufre dramas concretos y que reclama soluciones prontas y efectivas.
Si la gestión política es vista como una guerra de guerrillas, cuyo objetivo exclusivo es aplastar, destruir y hacer fracasar al adversario, la gente siente que poco puede esperar de sus cuadros dirigentes.
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