«Somos naturaleza. Poner al dinero como bien supremo nos conduce a la catástrofe»

José Luis Sampedro

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EL PENSAMIENTO CONSERVADOR

René Fuentealba Prado, abogado.

Un reconocido escritor y economista catalán ha dicho que hay dos grandes escuelas de Economía: la que busca hacer más ricos a los ricos y la que busca hacer menos pobres a los pobres. También, en el campo político, es posible afirmar que fundamentalmente hay dos grandes tendencias en torno a las cuales, más menos, pueden alinearse las personas. Una, la de aquéllos que se sienten contentos y agradados  con la sociedad actual y con la situación en que ellos se encuentran en su interior y  que no están dispuestos a hacer nada para modificar el statu quo así que harán cuanto sea posible para “conservar” lo que hay. Otra, la de quienes sienten insatisfacción   por una realidad que consideran injusta y agraviante y que desean su transformación.

En general, los sectores sociales que ocupan lugares de privilegio en una determinada sociedad buscan, consciente o inconscientemente, preservar indefinidamente esa situación. Para tal efecto, van paulatinamente construyendo redes de toda especie que les permiten consolidar lo alcanzado e impedir que otros sectores amenacen sus posiciones.

Si se recorre la historia puede observarse como una constante que en la medida en que ciertos sectores van adquiriendo poder y privilegios, proceden luego a crear una institucionalidad política y social que les permita “conservarlos”. La forma en que se genera y se reconoce el poder dentro de una comunidad es una de las herramientas clave para este efecto. Y, en ese terreno, su asociación con la religión les permite ejercer autoridad, legitimarla como instrumento de origen divino, cuestionar las pretensiones humanas de rebelión contra el poder constituido y todo lo que lo amenace,  y castigar a quien corresponda en nombre y representación de la divinidad. A su vez, las religiones reciben de la autoridad política,  bienes, honores, recompensas, como retribución por su permanente amparo a la clase soberana dominante. Tras siglos de este devenir, la ideología que niega que toda autoridad humana proceda de Dios y que consagra la soberanía popular  aseverando que las facultades, derechos y atribuciones de los gobernantes proceden de la voluntad y aquiescencia de los súbditos, termina por conseguir una aceptación más o menos generalizada en las naciones de Occidente ya que, a lo menos culturalmente y formalmente, obtiene un cierto consenso.

Sin embargo, en los hechos, las cosas se mantienen en lo sustantivo. La democracia liberal, que hace posible el ejercicio de ese principio de soberanía popular, es adoptada por los sectores dominantes no para insertarse plenamente en ella sino para instrumentalizarla y disminuir sus alcances y riesgos. En el caso de Chile, la institucionalidad conservadora reconoce la democracia política pero limita,  acto seguido,  el derecho de sufragio a los individuos que tienen un determinado patrimonio. Tendrá que transcurrir más de un siglo y medio para que, por la fuerza de los hechos este derecho se haga extensivo al hombre común, a los analfabetos y a las mujeres.

En otras naciones, con el amparo de la fe religiosa,  se legitimó la esclavitud que permitía sostener las posesiones agrarias y mineras. En nuestro país, los aludidos grupos dominantes se caracterizaron por una constante de rechazo y oposición a todo cuanto alterase la realidad tradicional. Las primeras leyes sociales de principios del siglo XX (ley de la silla) fueron cuestionadas y todo cuanto pretendió alterar el régimen laboral (ley de salas cuna, descanso dominical, seguro obligatorio, accidentes del trabajo, limitación del peso a cargar por los obreros, etc. etc.)  sufrió duras vicisitudes antes de aprobarse pese a provenir en muchos casos de iniciativas de personas sensibles. Históricamente es recordado el hecho de que en 1912, el obispo de Iquique de la época condenó la ley de instrucción primaria obligatoria en razón de que introduciría un elemento de insubordinación y desobediencia en el seno de la familia y de la sociedad.

Si se pretende fijar una característica del “pensamiento conservador” puede señalarse que está impregnado por el miedo ya que su actitud es la ver en todo cambio que pudiese experimentar la sociedad, solo peligros y nunca oportunidades de avanzar hacia una sociedad más integrada, más justa, más participativa, más humana. Toda iniciativa de cambio es vista y presentada como  una amenaza y, ante la imposibilidad de frenarla,  recurre a la siembra del terror y del pánico. El término de la dictadura nos llevaría al caos más absoluto. La reforma tributaria de Aylwin de 1992, colapsaría la economía. El reconocimiento de la igualdad de derechos entre hijos matrimoniales y no matrimoniales y la ley de divorcio, llevarían inexorablemente a la destrucción de la familia. La educación sexual y el uso del preservativo llevarían a la promiscuidad generalizada y a las destrucción de los valores. El aumento del salario mínimo haría inviables las empresas. La obligada integración educacional forzaría la convivencia entre familias de malas costumbres y familias bien constituidas. La supresión de los senadores designados y del sistema binominal llevarían a la crisis del sistema. Una nueva Constitución que consagre los derechos sociales haría in inminente que el populacho los reclamara y llevaría al colapso de la sociedad y del Estado.

El problema de los sectores conservadores radica en que su ideologismo de clase dominante les hace imposible comprender que, quiéranlo o no, las sociedades cambian,  y que el solo de hecho de pretender constituirse en un dique de contención a los cambios y no en un factor de avance hacia una nación más integrada, tarde o temprano, de una u otra forma, como lo demuestra la historia, les pasará la cuenta.

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