
Gracias por favor concedido
Nuestra cultura popular es increíblemente rica, diversa y sus manifestaciones suceden cada día frente a nuestros ojos. La vida cotidiana transcurre en la realidad que hemos creado y descartamos lo que ocurre en planos más sutiles pero concretos. En nuestro paisaje rural y urbano abundan expresiones culturales que nos hablan de nuestro folclore mediante diversos lenguajes construidos muchas veces en forma espontánea. En su conjunto conforman una serie de patrones y códigos que hablan de que tiempo es un lugar en particular o de nuestras propias creencias o sueños colectivos y se constituyen en tradición, patrimonio e identidad.
Si miramos con atención podremos detectar una serie de elementos simbólicos que refuerzan la existencia de nuevas aproximaciones de comprensión de nuestra ciudad y a la vez de nuestra sociedad, entre ellos destacan pequeños altares emplazados en la vía pública. Estas pequeñas construcciones informales de diferentes materialidades (nuevos y reciclados), de variadas formas geométricas y tipologías que se asemejan a una capilla, templo o pequeña casa conocidas como “Animitas” constituyen un fenómeno religioso pero también estético llegando a distinguirse incluso como piezas de arte popular.
Si bien su expresión material posee una apariencia o estética católica, las prácticas y rituales asociadas a estas ‘pequeñas casitas vacías’ abren su espectro a variadas expresiones populares. Se trata de una práctica que se realiza desde la época de colonial chilena que ha alcanzado el reconocimiento social como construcción cultural, colectiva y urbana. Como expresión arquitectónica se trata de un monumento funerario que celebra el alma del difunto en ausencia de su cuerpo.
Se trata de una expresión popular de religiosidad, de veneración y de profundo amor que cotidianamente vemos fundamentalmente en carreteras, sin embargo también las hay dentro de nuestra ciudad. Ahí en nuestros lugares comunes, públicos y colectivos, en aquel preciso lugar donde la tragedia ha sucedido aparecen las animitas urbanas. Muchas de ellas se convierten en forma espontánea en lugares de gran devoción y otras menos expuestas nos hablan en su conjunto de una ciudad mística y sobrenatural, donde el fervor es algo cotidiano o doméstico.
A lo largo de Chile existen más de 5.000 animitas documentadas que van desde aquellas reconocidas vinculadas con un santo popular como las animitas de “Romualdito” en plena Estación Central o “La niña hermosa” emplazada a un costado de la ruta 78 o la de “Petronila Neira” ubicada en el Cementerio General de Concepción, y otras de víctimas misteriosas o desconocidas. Todas ellas nos hablan de historias de vida o muerte, de las supuestas acciones que realizan cuando algún fiel se encomienda a ellas y se han convertido en lugares de alta valoración y profundo respeto. Otros casos, un conjunto de animitas al borde de un camino, una al lado de otra, es señal de peligro.
Es así como se va construyendo el relato de nuestra identidad, pasando a formar parte de los lugares de culto popular que nos hablan de fé y tragedia; también de mitos, leyendas e historias populares. Estas pequeñas estructuras exponen nuestra propia fragilidad como seres humanos inmersos en aquella realidad que no se detiene. A la vez nos regalan la oportunidad de extrañar, de añorar, de conmemorar, de reflexionar y nos ofrece al paso un pequeño santuario para dejar en silencio una ofrenda y expresar “gracias por favor concedido”.
Qué buena, espectacular, pura y santa realidad.