La bebida
Quedó viudo sin haberse casado y aquel episodio que lo privó de hacerlo tumbó su vida pasando de un varón mesurado a un hombre vicioso. Trágico por donde se le viera. Perdió todo control desde aquel día. Su única compañía siempre estaba sobre su mesa. No podía faltar, aun sabiendo el mal que producía en su salud. Esa botella de vino, adminículo que resultaba ser su desayuno y almuerzo, lo fue marchitando paulatinamente, paso a paso. No recordaba las veces en que había asistido a las charlas para abandonar el trago, cuyo reto le resultaba imposible cumplir. Era un desafío que no estaba al alcance de su mano como sí lo estaba esa copa de licor. Artesano y profesor, cuyos souvenirs eran valorados por sus clientes, le permitía monetariamente mantener este vicio sin altibajos. Era de todos los santos días que, desde muy temprano, consumía una botella para saciar esa sed que le resultaba cada vez más explosiva. La abstinencia estaba lejos de transformarse en una nueva conducta. El Casillero del diablo lo descorchaba con una dedicación única para que ni siquiera una gota del inicuo brebaje se perdiera. Iba de mal en peor. Un día, alguien osó preguntarle a Hugo el por qué bebía tan desmesuradamente y qué motivo tenía para perderse entre las olas y el viento del vicio. No respondió, pero sí, al tiempo después, lo hizo su hermana quien resumidamente expresó: un sábado 20 de abril, de esto hace dos años, es una fecha que Hugo nunca ha olvidado. A escasas semanas de contraer matrimonio, su novia, la señorita Olimpia, conocida en el pueblo por su autóctona belleza y prestancia, perdió la vida en un desgraciado accidente automovilístico cuyo infausto episodio transformó la vida de Hugo en un suplicio, pues a contar de ese pasaje el vicio lo atrampó y no fue más. Sus amigos y conocidos, a quienes nunca escuchó, sufrían de verle caminar de tumbo en tumbo por las adoquinadas calles del pueblo, como también sus ex alumnos del colegio Esplendor, donde Hugo por mucho tiempo ejerció su magisterio, catalogado siempre como un buen maestro. Con su vida percudía por el dolor, se mantuvo tambaleante por mucho tiempo en el cadalso de su vereda, abandonando esta tierra de la manera más cruel, tétrica y monstruosa. Fue un día en que el sol no salió, donde un fuerte delirium tremens, el más fulminante de los que le había tocado enfrentar, lo encegueció al extremo de confundir la consabida botella de vino con un mortal brebaje para roedores. Nadie supo de sus últimas palabras y si las hubo fue, sin ninguna duda, para Olimpia, su novia-esposa, demostrando con ello su infinito amor por aquella que, por razones del destino, no lo fue, pudiéndolo haber sido.
Ernen Becerra Fuentes
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