
La mala clase
La palabra “clase” es utilizada en el campo de las ciencias sociales para definir un determinado estamento de una comunidad caracterizado porque sus integrantes comparten una determinada situación económica de ingresos o de dependencia laboral o de dominio patronal, o porque se auto-percibe como unido por razones de familia o culturales que lo hacen asemejarse entre sí y, en consecuencia, a diferenciarse de otros grupos.
Sin embargo, es frecuente que el término “clase” sea utilizado en otros ámbitos de la vida en común, extendiéndose por ejemplo, a ámbitos religiosos, académicos o políticos.
Nuestra referencia, en el caso presente, dice relación con lo que se considera “clase política”.
El punto de partida para un breve análisis, está marcado por la altamente negativa apreciación que la ciudadanía tiene de los “partidos políticos” y del “Congreso Nacional”. El promedio de las encuestas y estudios de opinión asignan a los partidos un porcentaje de aprobación levemente superior a un 3% y al Parlamento, alrededor de un 8%, cifras impactantes si se considera que estas entidades representan las tendencias y opciones de la ciudadanía y que, para peor, permanecen estables en el tiempo configurando una situación consolidada sin visos de mejoramiento.
Esta apreciación negativa encuentra sus fundamentos en la multiplicación de casos en que la dirigencia política aparece ligada a hechos constitutivos de conductas irregulares o abiertamente delictuales, o al claro incumplimiento de los fines correspondientes a las funciones o responsabilidades que la sociedad le ha asignado.
Cuando se habla de “clase política” en buenas cuentas se está hablando de un conjunto de políticos profesionales que de manera estable y permanente realizan tareas públicas, ya sea porque la ciudadanía los eligió (senadores, diputados, consejeros regionales, concejales y alcaldes, gobernadores regionales) o porque, a través del partido o coalición que integran, han accedido a determinados cargos a través de designaciones directas.
La “clase política” no es una “clase social”, ya que sus integrantes tienen variadas procedencias, pero, una vez que se accede a ella existe una irrefrenable tendencia a transformarse en grupos oligárquicos o camarillas que se retroalimentan y que buscan perpetuarse en el manejo del poder público, siempre gozando de los beneficios monetarios, sociales o protocolares, que no son nada de despreciables.
Ahora bien: ¿por qué se genera esta apatía cívica colectiva y este descrédito de los partidos políticos considerados teóricamente como instrumentos esenciales de una democracia representativa?
Simplemente porque el integrante de la “clase política”, una vez logrado su pretendido estatus, tiende a desconectarse de sus representados y, además, considera que su elección o nominación obedece al reconocimiento de méritos propios, desconociendo el esfuerzo y sacrificio de quienes hicieron posible que llegase al lugar que ahora ocupa.
Además, el juicio ciudadano es alimentado por la ira que genera en el elector el solo hecho de que estos personeros gocen de altos ingresos (muy superiores a los de otros países) y de una amplia serie de beneficios y privilegios, para que al final del día incumplan de manera manifiesta sus obligaciones o transformen su trabajo en un circo vergonzoso. Así, en el último tiempo la opinión pública ha visto con estupor el espectáculo protagonizado por diputados (Jiles, Rivas, Cordero, de la Carrera, Orsini, entre otros) cuyas conductas mancillan la dignidad del poder del Estado que integran.
De nada servirán todas las reformas constitucionales y legales que se estudien y aprueben, si se tolera la persistencia de estas actitudes inaceptables.
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