
La semana de los inocentes
Escribo estas líneas el 28 de diciembre, fecha que el calendario indica como el Día de los Santos Inocentes. En el ambiente popular, la expresión “inocente” ha sido entendida como un sinónimo de “ingenuo” al extremo que su superlativo “inocentón” incluso ha sido equiparado a términos de uso frecuente que le riman.
La pregunta que fluye es la siguiente: ¿Es Chile un país de inocentes, de ingenuos que creen todo lo que se les dice?
Si la respuesta a esa cuestión fuese positiva, obviamente quedaríamos con una muy mala imagen ante el mundo que nos mira y, en particular, ante nuestros siempre atentos socios de la OCDE.
Personalmente, considero que un sector importante de la población es bastante desinformado. Sin mayor apremio, mucha gente afirma sus puntos de vista en frases tales como “lo dijeron en la tele” o “salió en el diario” o “lo vi o leí en las redes sociales”. Algunos ni por un instante se permiten dudar de la veracidad de ciertos dichos o se preguntan qué intereses mueven al medio de comunicación que nos está entregando un determinado dato.
En breve: la realidad de los últimos dos meses registra hechos indesmentibles: una protesta masiva (“la mayor de nuestra vida democrática”); una infiltración de las manifestaciones ciudadanas por grupos anarcos, delictivos y narcotraficantes con una secuela inconmensurable de daños en bienes públicos y privados; un Gobierno desconcertado que no sabiendo cómo responder entiende lo que sucede como un problema de orden público y recurre a la represión y a los estados de emergencia; unas fuerzas de orden y seguridad que traspasan los deslindes de sus propios protocolos y caen en conductas de atropello a los derechos humanos (se investigan muertes, lesiones, torturas, ataques sexuales) que hasta hace poco nos parecían inimaginables en un estado democrático de Derecho. Y, tras bambalinas, un descontento social mayúsculo atizado por los abusos reiterados de los grupos dominantes (léase colusión de grandes empresas y farmacias; gestión de la salud, de la educación y de la seguridad social; financiamiento ilegal de la actividad política y corrupción…), todo ello en un caldo de cultivo nutrido por las injusticias y las inequidades. Entiendo que nada de lo dicho, (puntos, razones y justificaciones mayores o menores de por medio) puede ser discutido.
Los porfiados hechos hicieron temblar el tinglado en que se mueven las elites políticas, lo que las llevó a un forzado “acuerdo por la Paz Social y una Nueva Constitución” (partidos y parlamento) y al anuncio de una “poderosa agenda social” (Piñera y Gobierno). El grave conflicto, ya sea como consecuencia de estas medidas (¿?) o por el propio devenir de la temporada navideña y estival, aparentemente se licuó al tiempo que también se diluían las generosas promesas salariales, tributarias y de buen trato de los organismos empresariales. Se avanzaba así al restablecimiento del “orden” y de la “normalidad”.
Y en ese momento vino la increíble “vuelta de carnero” de Su Excelencia. Los hechos que lo habían aterrado a él y su familia anunciando una grotesca invasión alienígena y una forzada renuncia “a algunos de sus privilegios”, ahora no eran ciertos.
Todo lo vivido era fruto de una confabulación extranjera. Terroristas afuerinos como Claudio Bravo, Gary Medel, Mon Laferte, eran descubiertos e individualizados. Las televisiones rusa (RT) y venezolana (TELSUR) estaban detrás de todo. Grupos aficionados al rock surcoreano del K-Pop agitaban a las masas de vándalos. Los videos de violaciones a los derechos humanos ocurridos en Chile eran falsos o habían sido filmados más allá de nuestras fronteras. El asesinato de José Miguel Uribe en Curicó, baleado por el empresario ya confeso Francisco José Fuenzalida Calvo, no era tal sino consecuencia de un enfrentamiento entre “bandas rivales” (sic). Para concluir en un grotesco mea culpa presidencial: “Al referirme a ciertas fake news no me expresé en forma suficientemente precisa” (sic).
El economista Eduardo Engel comentó: “Lo que confunde, lo que desorienta, es un Presidente que un día escribe una columna en el New York Times diciendo que ha escuchado lo que ha sucedido en Chile, que escuchó a ese 1,2 millones de personas que estuvieron en la calle el 25 de octubre, y al día siguiente vuelve a la tesis que esto es una iniciativa externa que está tratando de interferir en el país. Esos dos discursos no pueden provenir de una misma persona. Tiene que decidirse”.
En este preocupante ambiente con cifras de aceptación que llegan al suelo, el Gobierno hace llegar a la Agencia Nacional de Inteligencia y al Ministerio Público una investigación analítica de las redes sociales (Big Data) de cuya autoría y seriedad técnica nadie se hace responsable, y contrata (por supuesto, sin licitación) una campaña publicitaria por casi 300 millones de pesos para revertir el descrédito generalizado.
Claramente, estamos en problemas.
El Gobierno, como afirmó un destacado médico-cirujano, tiene una percepción alterada de la realidad. Lo que todo el mundo se pregunta es cómo no va a haber en el entorno palaciego personas suficientemente cercanas y con fuertes niveles de autoridad moral como para ayudarle a abrir los ojos.
Esta forma de conducirse es más que preocupante. Y sus secuelas pueden ser tremendamente graves.
Sencillamente, nuestro presidente “no da el ancho”.