
Piñera versus Machuca.
Durante los “mil días” de la Unidad Popular (1970-1973), el tradicional colegio Saint George que acoge a los hijos de las familias más selectas de la elite católica capitalina, atento a los vientos que soplan, decide dar un salto significativo en su gestión y orientación. El establecimiento, perteneciente a la congregación estadounidense de la Santa Cruz, (Holy Cross), bajo la dirección del sacerdote Gerardo Wheelam, toma la determinación de hacer frente a una realidad tremendamente discriminatoria y hace efectiva la posibilidad de que los niños pertenecientes a los sectores aledaños más vulnerables puedan acceder a un plantel hasta entonces claramente selectivo. Al mismo tiempo, a los niños y adolescentes se les enseña a cultivar la tierra y a convivir con el trabajo físico que para casi todos los educandos era un mundo desconocido. El nuevo proyecto generó incomodidad en toda la “cota 1000” que, como siempre ha sucedido, se negó a mirar una realidad evidente y optó por ver ahí la presencia “de la mano siniestra del comunismo”.
Desde ese entonces, ha transcurrido casi medio siglo y las cosas siguen tal cual.
La nación chilena sigue siendo una sociedad terriblemente clasista, constituida por una secuencia de capas sociales y económicas endogámicas, que se sustentan en sistemas educativos, de salud, territoriales, culturales, religiosos y recreativos de compartimentos estancos.
Bajo el gobierno de Bachelet, con el objeto de democratizar el acceso a la educación e igualar las oportunidades para todos los sectores, por ley, se estableció un nuevo sistema de ingreso que, para los casos en que la demanda fuese superior al número de cupos disponibles, seleccionaba a los postulantes conforme a criterios objetivos (residencia, calidad de hermanos, entre otras) y finalmente en base al azar. Aunque el nuevo mecanismo de ingreso recién se aplica en algunas regiones y, por lo tanto, no es posible hacer una evaluación adecuada de sus eventuales problemas, el actual gobierno ha decidido reformarlo restableciendo factores subjetivos como elemento de selección (afinidad religiosa, contribución económica, amistad con directores o sostenedores, entrevista a los padres).
Como ha sucedido en otros casos (Aula Segura, Comando Jungla), el verdadero propósito es ocultado bajo un eslogan comunicacional: “Admisión Justa”. En la práctica lo que se busca no es que los alumnos escojan el colegio de su preferencia sino que todo se retrotraiga a la política anterior en que han sido los colegios los que seleccionan a las familias que quieren recibir.
En la publicidad con que el oficialismo ha entregado a la comunidad lo que sería la adecuada información sobre la materia, se ha insistido machaconamente en que lo que se busca es restablecer “el mérito personal” como instrumento de selección.
El rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña, en un extenso artículo de opinión (El Mercurio 13.01.2019) ha puesto en entredicho la operación comunicacional montada por La Moneda.
Ha dicho categóricamente que una selección “por mérito” no debe contabilizar “la pertenencia familiar (salvo que alguien crea la tontera de que el lugar donde cada uno nació se debe al propio esfuerzo)”. Si el factor familiar pesa, como elemento de selección, -precisa el académico- entonces no estamos hablando “de mérito” sino “de herencia”. Asimismo, si el rendimiento escolar está asociado a “la pertenencia familiar” (entorno, calidad de hijo de profesionales, fácil acceso a medios digitales, libros, preuniversitarios, etc.) tampoco es correcto hablar de mérito propiamente tal.
Así, “y aunque no se atreva a confesarlo, el esfuerzo del Gobierno no es promover el mérito sino que persigue tolerar la prerrogativa hereditaria”. “El Ejecutivo piensa que las familias tienen derecho a transmitir ventajas a sus hijos y que el capital social, las redes y las relaciones deben tener un peso relevante a la hora de asignar cargos o posiciones”, expresa el Rector mencionado.
Aunque Peña ejemplifica recordando los casos de Pablo Piñera y Fernanda Bachelet como ejemplos de designaciones en que no operó “la meritocracia” sino el nepotismo o el amiguismo, lo claro es que las elites dominantes de la sociedad chilena no están dispuestas a modificar el actual estado de cosas, convencidas como están de que los bienes que poseen o las posiciones de poder económico, social, cultural en que se mueven, los han ganado a través del mérito, del esfuerzo propio, del sudor personal.
Aun cuando los nietos del presidente Piñera a su corta edad (ocho a diez años) no hayan tomado debida conciencia de ello, su calidad de importantes accionistas de las empresas de su abuelo (Bancard, Inversiones Santa Cecilia) obviamente no se debe a mérito propio sino al factor hereditario. Si la ley lo permitiera, entre juego y juego, hasta podrían ser directores de tales sociedades. Insinuar siquiera que toda esta situación familiar pudiera obedecer a propósitos tributarios de elusión, sería una injuria en la cual no es correcto incurrir. Solo sirve para ilustrar que la docena de familias que controlan Chile no están dispuestas a ceder, bajo ninguna circunstancia, las prerrogativas y privilegios que les permiten mantenerse, generación tras generación, en la cresta de la ola.
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