
USA: Where do you go?
Este miércoles 21 de enero, debiera asumir la presidencia de los Estados Unidos el demócrata Joe Biden. Donald Trump, su antecesor, de acuerdo a su nivel cultural, no concurrirá a la ceremonia de entrega del mando.
Con la obsesión ciega de todo fanático, Trump aún no reconoce su derrota. Durante los dos meses transcurridos a partir del día de los comicios, interpuso 62 reclamos arguyendo que en el proceso había existido un fraude masivo y que le había sido robada la elección. TODAS sus reclamaciones, una a una, fueron sistemáticamente desechadas incluso por tribunales y organismos afines al propio Partido Republicano. En un último esfuerzo, presionó descaradamente al Secretario de Estado de Georgia para que “hiciera aparecer” 11.740 votos que le dieran la victoria y éste, correligionario suyo, se negó a hacerlo. Por último, ordenó a su propio vicepresidente Mike Pence, que en la ceremonia constitucional de proclamación, no considerara las actas de determinados Estados, también sin éxito. Entonces, como toda mente enajenada, llamó a la violencia, a tomarse el Capitolio (edificio símbolo de la nación que presume ser la mayor democracia liberal del mundo) con el espectáculo vergonzoso que todos constataron.
Entonces ¿quedó todo ya solucionado? Definitivamente no.
Aunque Biden ha dado muestras de madurez y buen criterio frente a la coyuntura, y ha formado nuevos equipos marcados por la inclusión, el problema no es nada de simple.
Ante todo, debe destacarse que el país del Norte, por su propia estructura institucional, está expuesto a una crisis compleja, muy difícil de abordar.
De partida, el mecanismo indirecto de elección presidencial conduce a un derrotero bastante inaceptable: con frecuencia, el candidato que ha obtenido clara mayoría en el sufragio popular no logra la presidencia porque el sistema no le favorece (el último caso fue el de Hillary Clinton quien, en 2016, obtuvo 65.844.954 votos contra 62.979.879 de Trump).
Otro caso destacable es el del Senado, órgano que juega un papel importante en el cuadro de poder del país. A cada Estado le corresponde elegir 2 senadores, independientemente de su población. Así se llega al absurdo de que los 21 estados menos poblados (desde Wyoming hasta Utah) que suman entre todos 36.932.000 habitantes eligen 42 senadores, en tanto que California, con 38.041.430, solo elige 2, y el Distrito de Columbia, sede de la capital, no tiene derecho a elegir.
Lo dicho demuestra que el régimen democrático estadounidense es bastante relativo y casi nula la posibilidad de modificarlo ya que una reforma constitucional requiere el voto favorable de 2/3 de los miembros tanto de la Cámara de Representantes como del Senado y además el acuerdo de ¾ de los Estados. La rigidez normativa, que da una sobrerepresentación a los Estados menos poblados, favorece a los sectores más conservadores del país, representados por el Partido Republicano.
Pero el problema es más profundo.
EE.UU. es un país de inmigrantes. La historia muestra que los pueblos originarios de América del Norte (más que en ningún otro país del continente) fueron avasallados y prácticamente eliminados y “los blancos” de procedencia británica e irlandesa ocuparon gran parte del territorio. Sin embargo, la población afroamericana y la fuerte inmigración de origen latino y oriental alteraron esta situación de predominio blanco racista generando un cuadro demográfico mucho más heterogéneo. A lo anterior, debe sumarse el hecho de que las nuevas generaciones, con más elevados niveles de educación, tienden a ser más abiertas desde el punto de vista cultural, más tolerantes a las diferencias y más proclives a la inclusión e integración.
En este cuadro, el estadounidense blanco, de bajo nivel educacional, se ha sentido amenazado al ver desaparecer sus puestos de trabajo como consecuencia de las políticas de libre comercio, y al constatar el incremento creciente de las “minorías”. Ese sentimiento de temor, derivado en una odiosidad defensiva y violenta, fue muy bien interpretado por la demagogia populista de Trump. A lo dicho, se suma el hecho de que a fines de la presente década la República Popular China pasará probablemente a ser la mayor economía del planeta.
En suma, a la tensión política evidente al interior de la nación, se suman una grave crisis sanitaria (que ya ha causado más víctimas fatales que todas las sufridas por el país en los numerosos conflictos armados de que ha sido parte a lo largo de su historia) que ha sido manejada con la mayor torpeza por el trumpismo, y una crisis económico – social que hoy tiene a casi 30 millones de adultos sobreviviendo a costa de la asistencia social y humanitaria en el país de las oportunidades.
Todo lo comentado, muestra la fragilidad del imperio más poderoso de la historia que, como tantos otros, al parecer tiene fecha de vencimiento si no es capaz de eliminar al enemigo interno conformado por el racismo, la pobreza y la inequidad.
Los EE.UU. constituyen un caso de laboratorio. En la medida en que la gran política persista en estar orientada en pro de las grandes corporaciones económicas con la consiguiente concentración de la riqueza, en la medida en que millones de neoamericanos sean víctimas permanentes de la exclusión y de la pobreza, en la medida en que se tolere la represión y el uso de las armas como herramientas para abordar problemas sociales, toda posibilidad de constituir una verdadera comunidad nacional se hace simplemente ilusoria.
En nuestro Chile ¿seremos capaces de sacar algunos lecciones de todo esto?
Desafortunadamente, este tema presentado por el conocido escritor René Fuentealba Prado, es muy real, y nos demuestra la situación actual de esta nación Estadounidense, que se ha transformado en un enorme país de 324 millones de habitantes, del Tercer Mundo, y su imperio ha comenzado a desvanecerse, ya que China ha pasado al Primer Lugar en el mundo, como el país más rico, y en segundo lugar ha quedado Rusia, dejando a los Estados Unidos de Norteamérica en TERCER lugar. La pobreza y la cesantía, a nivel nacional, aparte de lo que está ocurriendo con el COVID-19 y la pandemia, es algo nunca visto. Por lo que el señor Fuentealba Prado tiene toda la razón en su artículo presentado. Ya esta nación ha dejado de ser aquel «País de las Oportunidades», aunque muchos centro-americanos aún piensen que emigrar hacia esta nación les solventará sus dificultades, lo cual se está demostrando que es un riesgo gigantesco.