«En todas las actividades es saludable, de vez en cuando, poner un signo de interrogación sobre aquellas cosas que, por mucho tiempo, se han dado por ciertas y seguras»

Bertrand Russel

 

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El matón del barrio en la ONU.

La semana ha estado marcada por la realización de la 80ª. Asamblea General de las Naciones Unidas en la ciudad de Nueva York. Estados Unidos, abusando de su condición de país sede de una  organización internacional, negó la visa de acceso a su territorio de las delegaciones del Estado de Palestina y de Irán, impidiendo de hecho y contra la voluntad mayoritaria de la Asamblea, que estas naciones pudiesen plantear su defensa. Por su lado, Benjamín Netanyahu debió asistir, evitando sobrevolar España y Francia para eludir una eventual aprehensión según orden de la Corte Internacional de Justicia, tribunal que lo juzga como eventual autor de “crímenes de guerra”.

Obviamente, todo el mundo esperaba con ansias el discurso del presidente Donald Trump, teniendo presente el poder de  su país muy significativo a nivel mundial, su relación directa con conflictos bélicos en Gaza y Ucrania, y su amenaza de retirarse de la ONU o dejar de pagar la contribución muy importante para su financiamiento, más su cuestionado accionar en el  plano de la economía planetaria dónde ha desconocido unilateralmente múltiples tratados vigentes.

Finalmente, su discurso de una hora de duración, no tocó los problemas acuciantes de la humanidad. Su larga y errática alocución, estuvo orientada a presentarse como “el príncipe de la paz” que había detenido siete guerras, a referirse a su antecesor Joe Biden como el gobernante más corrupto de su país, y a alertar a las naciones del mundo sobre la peligrosidad de las crecientes migraciones, invitándolas a cerrar sus fronteras (tanto para el ingreso como para la salida).

Un breve análisis de su perorata, permite constatar una ausencia total de menciones siquiera a la inequidad existente entre los países desarrollados y el extenso mundo subdesarrollado, factor indiscutible de la emigración hacia naciones industrializadas que requieren trabajadores para servicios menores que sus nacionales no quieren  ya realizar.

Por supuesto, materias fundamentales tales como la “democracia” y los “derechos humanos”, que debieran ser puntos de interés para un país que ha pretendido siempre presentarse con un papel de liderazgo, no fueron preocupación alguna del mandatario estadounidense que avanza  implacablemente hacia la autocracia, atropellando al interior principios fundamentales que caracterizaron siempre la vida de esa sociedad, tales como la calidad e independencia de sus instituciones de educación superior, y la libertad de expresión y de prensa.

En resumen, el discurso  trumpista constituyó una cadena de amenazas expresas o subrepticias, un cúmulo de autoalabanzas, una expresión de soberbia sin límites, sin aportar nada positivo que encendiera una luz de esperanzas a quienes a quienes subsisten en la precariedad  y en la pobreza o sufren agobiados los abusos de regímenes dictatoriales  de los cuales Trump se declara su amigo.

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