«A propósito de los 50 años del golpe: Negar, esconder o tergiversar el horror provocado en ese nefasto acontecimiento, es una acción, una actitud tremendamente perversa que daña y mancha el futuro de la Nación. Perversidad: Cualidad de quien obra con mucha maldad y lo hace conscientemente o disfrutando de ello.»

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Mentir sí cuesta..

Rodrigo Pulgar Castro

Doctor en Filosofía. Académico U. De Concepción.

Es sabido que mentir como ejercicio consciente –lo cual significa que es un acto responsablemente realizado- sobre materias de interés común, tiene por fin perturbar el sentido de vivir en comunidad. Somos testigos de acciones en esta línea, por tanto, damos testimonio que existen quienes elaboran relatos que enmarañan la realidad. A la vez, damos cuenta que al hacerlo se ponen fuera de la órbita del bien social querido por la gran mayoría. Extrañamente se les permite mentir como si la democracia política lo aceptase, lo cual es un desacierto ya que termina por dañar a la democracia misma como forma de desarrollo socio-político en donde la variable de la verdad del relato es principal no secundaria.

Quienes construyen relatos de mentira son conscientes de aquello, al menos sospechamos que lo son. Entonces, ¿dónde está el riesgo de insistir en argumentos construidos bajo la arquitectura de falacias? Varios, entre estos: fractura de la convivencia social, trastoque de lo cotidiano, confusión en la percepción del bien personal que es, a la vez, bien social. Un aspecto asociado a esas notas descriptivas, es el hecho que el sentido de los relatos de mentira, confluye en el propósito de encapsular las demandas de mayor justicia. La explicación posible para entender la justificación de este tipo de relatos, lo podemos intuir en el temor a ver en las demandas por derechos sociales un enfoque crítico a posiciones de dominio y, por tanto, posiciones de poder ancladas en cierta estima de la tradición que, por factores de fuerza y de lugares de control socio-cultural y económica, legitima la consideración que esas posiciones de dominio y poder son casi heredables.

Es plausible desde un ejercicio de contextualización ético-político-, juzgar que aquel o aquella que miente a fin de obtener un beneficio, normaliza lo inesperado: convierte el medio en fin, pues la mentira, la falsedad, termina por socavar la confianza, haciendo de su contrario, la desconfianza, el mecanismo de relación para todo el engranaje social. Este juego de relatos tiene efectos en lo cotidiano al potenciar la sensación del riesgo o temor al otro u otra, hecho que en su desarrollo concluye en la construcción de barreras psicológicas y físicas.

El problema es que quien miente, o finge deja de ser quien es, o sencillamente descubre públicamente su propio yo como una realidad falseada. Pero, y con todo lo cuestionable que pueda resultar lo planteado, estimo que en el primer caso la persona pierde su identidad. Mas en ambos casos, ocurre que fingir que la realidad es otra, o mentir para instalar aquello, es experiencia constitutiva de ser, lo cual en un estado de reflexión comunitaria marcado por un deseo colectivo (la gran mayoría lo señala y en ello no hay error) de construir una mejor y equilibrada conciencia social sobre derechos, resulta absolutamente reprochable, dañina e irresponsable.

 De esta forma, no debe sorprender que el receptor de la crítica no esté disponible para salir del fingimiento al hacer de la mentira su modo habitual de parecer. De suyo, en el fingir que las cosas son como su narrativa plantea, está la prueba de la diferencia entre el parecer y el ser: entre la genuina preocupación por el bien común y el interés puesto en lo propio que sin duda es mantener privilegios. Condición, por cierto, de convertir la intención en dañar al otro –de paso se produce su propio daño- en discurso como un acto concreto. Dado aquello, no existe posibilidad alguna de evitar el dilema ético respecto si hay propósito de bien en el fingir que la realidad es la que se muestra en el relato de mentira. Sabemos, hay pruebas históricas, que evitando el dilema hay peligro social, ya que bordear el dilema que es lo mismo que soslayarlo, produce una mezcla y una confusión del ser social y psicológico que termina por afectar el modo habitual de ser social (en muchos casos se trata del genuinamente deseado).

La circunstancia de fingir no es juego, es un componente de la conversión de la realidad en un espacio vacío. Se trata de una realidad contextualizada no disponible para el encuentro al eliminarse el común código de interpretación de ésta, pues se elimina el pacto de creer que el discurso del otro es al menos verosímil, por tanto, digno de reconocer en él una propuesta de construcción del habitar común. Pero, y aquí el otro dilema ético, seguimos siendo sordos por interés.

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