
Relaciones peligrosas ( I )
“La historia no es una narración única sino miles de narraciones alternativas. Siempre que decidimos contar una, también decidimos silenciar las otras”.
Yuval Noah Haran
En los albores de nuestra vida como país independiente, se pueden encontrar antecedentes importantes que son útiles para contextualizar este comentario.
En 1823, el presidente James Monroe, en su mensaje al Congreso de los Estados Unidos, recogía una frase anterior de John Quincy Adams que decía: “América para los americanos”. La frase, corta y precisa, era la manifestación de la oposición del país del Norte al colonialismo y a los afanes de las potencias europeas por restaurar su dominio colonial en el continente.
En la época, un suspicaz comerciante chileno, Diego Portales, escribía a su amigo José M. Cea: “El Presidente de la Federación N.A., Mr. Monroe, ha dicho “se reconoce que la América es para estos”. ¡Cuidado con salir de una dominación para caer en otra! Hay que desconfiar de esos señores que muy bien aprueban la obra de nuestros campeones de liberación sin habernos ayudado en nada; he aquí la causa de mi temor. ¿Por qué ese afán de Estados Unidos en acreditar Ministros, delegados y en reconocer la independencia de América sin molestarse ellos en nada? ¡Vaya un sistema curioso mi amigo! Yo creo que todo esto obedece a un plan combinado de antemano, y ese sería hacer la conquista de América no por las armas sino por la influencia en toda esfera. Esto sucederá, tal vez no hoy pero mañana sí. No conviene dejarse halagar por estos dulces que los niños comen con gusto sin cuidarse de un envenenamiento”.
En casi dos siglos transcurridos desde la proclamación de lo que se ha conocido como “Doctrina Monroe”, las críticas premoniciones de quien sería ministro de Estado de José Tomás Ovalle y de José Joaquín Prieto, se han cumplido cabalmente. La política exterior de la nación norteamericana ha estado dedicada, en general, a promover los intereses económicos de su país en la América Latina para cuyo efecto ha intervenido directa o indirectamente, política o militarmente, y ha instalado y destituido gobiernos atendiendo a sus grados de afinidad o aquiescencia con los dictados del Gran Vecino.
No vale la pena recorrer la historia paso a paso. Solo baste con recordar que tras la Segunda Guerra Mundial y su intervención decisiva en ella, los EE.UU. se afianzaron como la mayor potencia del planeta, virtualmente en todos los campos de la actividad humana. Solo una emergente Unión Soviética, su otrora aliada en el conflicto bélico, con su experiencia del “socialismo real”, pudo pararse enfrente aunque con una notoria diferencia negativa en lo económico y tecnológico.
En esa etapa, conocida históricamente como la Guerra Fría, los EE.UU. buscaron consolidar su poder político y militar en el mundo a través de un cuadro de alianzas que se expresó en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) (1949), respecto a la Europa Occidental, y en el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca de Río de Janeiro en lo relativo a nuestro continente. Este documento, suscrito en 1947 (en Chile gobernaba a la época, Gabriel González Videla) establecía en una de sus cláusulas iniciales lo siguiente: “Un ataque armado por cualquier Estado contra un país americano, será considerado como ataque contra todos los países americanos y, en consecuencia, cada una de las partes contratantes se compromete a ayudar a hacer frente al ataque en ejercicio al derecho inmanente a la legítima defensa individual y colectiva que reconoce…la Carta de las Naciones Unidas”.
La influencia de los EE.UU. en América Latina era un hecho indiscutido. Tácitamente había sido reconocido el subcontinente como algo perteneciente a su órbita de influencia, situación que incluso sus adversarios toleraban. Esta influencia se traducía en la gestación y sustento de numerosas dictaduras militares, políticamente afines, o en el control de la explotación de recursos naturales por el poderoso sector privado de dicho país.
Desde el 1 de enero de 1959, esta realidad se vio alterada. En Cuba, país considerado como “el prostíbulo de América”, ya que sus lujosos hoteles y casinos recibían la asidua visita de militares, de poderosos hombres de negocios, y también de lo más granado de la mafia, todos procedentes desde los EE.UU. la guerrilla insurreccional contra el dictador Fulgencio Batista lograba su derrocamiento. El nuevo gobierno se proclamaba comunista y se constituía en un puñal clavado en el corazón de territorios que la gran nación siempre consideró bajo su dominio. De ahí en adelante la historia es larga. El régimen revolucionario se consolidaba: los intentos para invadir la isla o para asesinar a Fidel Castro fracasaban; los lazos de éste con la Unión Soviética se afirmaban; y el boicot económico no lograba sus objetivos. La proclamación de Allende como Presidente de Chile pasaba a ser una intolerable nueva piedra en el zapato y el presidente Nixon con su Secretario de Estado Henry Kissinger, se propusieron de inmediato derrocarlo, con la activa colaboración de un frente interno conformado por civiles y uniformados, operación que se concretó con el golpe de Estado de 1973. La disolución de la URSS privó al gobierno cubano de su indispensable punto de apoyo pero la elección de Hugo Chávez en Venezuela con su “revolución bolivariana”, le brindó el oxígeno indispensable. Al mismo tiempo, y en lo que dice relación con este comentario, el gobierno de los EE.UU. se encontró con una nueva daga en su patio trasero con el agravante de que el nuevo problema que tenía al frente contaba con las mayores reservas petroleras del planeta.
De ahí en adelante, los esfuerzos estadounidenses se concentraron en la desestabilización del régimen bolivariano no porque hubiera de por medio un especial interés en restablecer la democracia en el país caribeño sino por la razón ya antes enunciada: la necesidad de controlar el petróleo.
En el marco brevemente descrito, se han desenvuelto las relaciones entre el gigante del Norte y el subcontinente. Estas no han estado marcadas por una coincidencia en valores compartidos sino por la deliberada imposición de políticas de protección de las inversiones e intereses de sus empresas en este territorio.
Entre los puntos relevantes de esta historia (hay, por supuesto, muchos más) se pueden destacar, por ejemplo, las siguientes:
a) La presencia y acción en las naciones de Centroamérica y el Caribe de la multinacional estadounidense United Fruit, fundada en 1899. Dedicada a la producción y comercialización de frutos tropicales, luego expandió sus rubros de actividad a los ferrocarriles y el azúcar, en las naciones de Centroamérica y el Caribe. Durante décadas, la “Mamita Yunai” ejerció una influencia determinante en países tales como Costa Rica, Guatemala, Honduras, Nicaragua, y El Salvador, infiltrando y controlando los partidos políticos, instalando y sosteniendo dictaduras y gobiernos corruptos. El ex oficial del Cuerpo de Marines de los EE.UU., Smedley Butler, al acogerse a retiro luego de su trabajo en la Región, resumió su pasado: “Tengo la sensación de haber actuado durante treinta años como bandido alto y calificado al servicio del capitalismo”.
b) Al fracasar, por razones financieras y sanitarias, la construcción de un canal interoceánico en el Istmo de Panamá por parte de Francia, uno de los funcionarios de la empresa de Fernando de Lesseps, el ingeniero Philippe Bunau-Varilla, acudió al Senado estadounidense para obtener respaldo con el fin de reanudar las obras. De regreso a la provincia colombiana de Panamá, y con la colaboración de las oligarquías locales, logró que el 4 de noviembre de 1903 ésta proclamara su independencia, condición que fue reconocida al día subsiguiente por el Gobierno de los EE.UU. Bunau-Varilla ahora como embajador extraordinario de la nueva república, suscribió con John Milton Hay, como representante del país norteamericano, el tratado que le cedió los territorios necesarios y le entregó a perpetuidad la administración de la vía a ese país. Solo en 1977, bajo los mandatos de Jimmy Carter y Omar Torrijos, la nación centroamericana pudo recuperar el control de esta obra vital para su desarrollo.
c) En Chile, su actividad económica más importante, la producción de cobre, fue dominada desde 1905 por los consorcios del país del Norte, Braden Copper Company, Kennecott Copper y Andes Copper Mining Company (subsidiaria ésta de la poderosa Anaconda Copper Company). Acogidas todas a un régimen tributario altamente beneficioso, sacaron por décadas del país, oro y molibdeno como subproductos no determinados. Bajo el segundo gobierno de Carlos Ibáñez se lograron algunos avances en el régimen impositivo mediante la ley de Nuevo Trato del Cobre y, más tarde, siendo presidente Frei Montalva se convino un proceso de “chilenización pactada” (1965) y luego, vía reforma constitucional, se procedió a la nacionalización bajo el mandato de Salvador Allende (1972). En lo que tiene relación con este comentario, debe señalarse que en su tiempo las referidas empresas ejercieron fuerte influencia sobre variados actores políticos y mediante su inversión en importantes medios de comunicación.
Todo lo señalado, no constituye sino una serie, a grandes pinceladas, de una larga historia que ha condicionado el desarrollo de nuestros países. Lo relatado, no forma parte del pasado sino que es algo que sigue estando presente.
Nuestro país, ha recibido fuertes presiones para no aceptar las inversiones y tecnologías de origen chino en desmedro de sus propios intereses y derechos, al igual que otras naciones latinoamericanas. Sin ir más lejos, el pasado 27 de julio, el embajador de los EE.UU. en Brasil, ante la posibilidad de que la tecnología china de Huawei fuera considerada en la licitación de la red 5 G a realizarse el próximo 2021, fue descaradamente explícito: “Diría que no habrá represalias pero sí consecuencias. Cada país es responsable por sus decisiones”. En declaraciones al diario “O Globo” agregó que la sola presencia de Huawei podría comprometer inversiones por parte de empresas estadounidenses ante el temor de que sus secretos de propiedad intelectual sean violados.
Se trata, en buenas cuentas, de una historia de nunca acabar.
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