«El mayor problema ecológico es la ilusión de que estamos separados de la naturaleza.»

Alan Watts.

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DE ESTADO Y VIOLENCIA

Andrés Cruz Carrasco

Abogado. Doctor en Derecho (Universidad de Salamanca). Magister en Filosofía moral (Universidad de Concepción). Magister en Ciencias Políticas, Seguridad y defensa (ANEPE). Máster en Política Criminal (Universidad de Salamanca).

No siempre la fuerza de la autoridad se funda en una coerción que asegura el ejercicio de la libertad, sino que bajo la excusa de la legalidad puede esconderse un modo de mantener soterrada la desigualdad en el trato, permitiendo que la máquina burocrática se escude en la inercia para perseguir con una eficacia y entusiasmos distintos a quienes se encuentran en posiciones también diversas, aún cuando las conductas imputables a uno u otro sean igualmente reprochables. La violencia oficial deviene en una de las más brutales manifestaciones de la desigualdad ante la ley. Cuando estos tratos desiguales se naturalizan, van restándole legitimidad y credibilidad a la institucionalidad, incrementándose el riesgo de transgresión masiva que se hace latente ante la imposibilidad de hacer efectivas las responsabilidades colectivas, pese a los discursos grandilocuentes en contrario por parte de la autoridad, que pretenden advertir sobre una persecución rigurosa contra los culpables.

El ejercicio de la fuerza del Estado pierde todo su fundamento, cuando la igualdad ante la ley se pierde tras una retórica falsa. Judith Butler afirma: “En realidad, la institución de la ley es la que primero crea las condiciones para los procedimientos y deliberaciones justificatorios sobre acciones a suceder. En otras palabras, la ley es el marco implícito o explícito dentro del cual consideramos si la violencia es o no un medio justificado para alcanzar determinados objetivos preestablecidos, pero también si una fuerza dada debe calificarse o no como violencia”.

Cuando se obliga con violencia a respetar la ley, la ponderación en su ejercicio debe tener en cuenta las consecuencias que para su proyección, a la que debe aspirar para asegurarse la vinculación por los miembros de la comunidad, se entienda como necesaria para la preservación de la misma. Lo mismo puede resultar aplicable a quien invoca la violencia como una manera legítima para reclamar por su reconocimiento o la afirmación de una legítima prerrogativa, más aún cuando deriva en el daño o lesión de otros seres humanos, siendo al menos temerario pretender desplazar sus derechos por otros sin ponderar los alcances del sufrimiento ocasionado para alcanzar los objetivos perseguidos. Así quedamos atrapados entre quienes se arrogan tener una justificación ética para recurrir a la violencia en desmedro del diálogo y de la negación de todo distinto, invocando todos al pueblo, que jalonan de un lado para otro, como si se tratara de una uniformidad, como queriendo desmembrarlo para poseerlo completo, no importando que se le termine asesinando.   

Fuente de figura:
https://www.la-politica.com/estado-fallido-violencia-y-represion/

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