
Editorial. El Estado soy yo.
La Convención Constituyente en sus nueve meses de vida ha recibido abundante fuego graneado desde todos los ángulos.
La actitud contestaría de la Derecha era absolutamente previsible ya que históricamente estos sectores se han caracterizado por defender tozudamente una gama de posiciones que el paso del tiempo ha demostrado como obsoletas ya que hoy, pese a las campañas de terror emprendidas en su momento, se ven como algo que la sociedad ha asumido y normalizado. Baste recordar la ley de instrucción primaria obligatoria, la ley de matrimonio civil, el derecho de sufragio de los analfabetos, la ley de divorcio, la ley de igualación de derechos entre hijos legítimos y naturales, entre muchas otras normas.
Por otra parte, a medida que transcurren los plazos determinados para que el organismo cumpla con su trabajo, en el amplio mundo que votó decididamente en su oportunidad por el “apruebo”, se ha ido produciendo un paulatino descuelgue que demuestra desafección con el producto del proceso. No se trata en el caso de infidelidades y traiciones políticas sino de creciente inquietud frente al desorden descontrolado que paradojalmente insinúa el “nuevo orden”.
Se han cometido errores graves que responsablemente no se pueden silenciar ya que conceptualmente es necesario tenerlos en cuenta cuando aún es tiempo de enmendar la página. .
El primero, – ¡qué duda cabe! – es causado por el voluntarismo sobre-ideologizado de grupos que, mostrándose sorprendentemente como discípulos aventajados del propio Jaime Guzmán, padre de la Constitución de 1980 que con vehemencia condenan, creen puerilmente que la letra o palabra de la ley o de la carta fundamental (dejando las cosas atadas y bien atadas) bastan para edificar una nueva realidad y construir un país distinto. Su inmadurez los está llevando a no ser capaces de medir o siquiera vislumbrar las consecuencias prácticas de las cosas que acuerdan.
Enfebrecidos en su afán refundacional, los convencionales avanzan en un texto básico que, por lo que se ve, puede llegar a tener una extensión record a nivel planetario. En él, todos los deseos y los sueños se transforman en preceptos; los afanes reivindicativos se consagran; las críticas a instituciones y organismos se superan creando otros alternativos. Y cuando la complejidad de las situaciones se complica, todo se soluciona derivando el caso “a la ley”.
Hasta ahora, ochenta derivaciones van a la ley. Se crean 12 órganos autónomos y 16 consejos. En suma, todos los derechos y propósitos se burocratizan bajo la inspiración del fracasado modelo soviético que desde su definición idílica de la “dictadura del proletariado” derivó pronto a la dictadura de una ineficiente pero bien nutrida nomenklatura partidaria. En esta aspiración quimérica de que todo hay que hacerlo de nuevo, se ha llegado al extremo de entregar a los tribunales de instancia (cualquier juzgado, en la práctica) el conocimiento de los recursos de protección (instrumento valioso creado por la Constitución del 80) pese a que todo demuestra que las Cortes de Apelaciones han sido eficaces en su parea de protección de los derechos fundamentales. Peor aún, se pretende entregar al nuevo Consejo de la Justicia la supervisión de los tribunales electorales con todo lo que ello implica.
Fernando Atria, uno de los constituyentes de mayor influencia, ha declarado que la ciudadanía debe “percibir los cambios” desde el primer tiempo. Pero, por supuesto no se trata de una mera sustitución de nombres, sino de lograr que las transformaciones reales, sustantivas, lleguen a la gente y, en particular, a los sectores marginales en la satisfacción de sus necesidades vitales.
Implementar las propuestas en los términos resueltos, puede demorar entre 6 y 10 años, tardanza que puede genera un elevado nivel de frustraciones en quienes han visto con esperanza el proceso. Es inaceptable jugar con las aspiraciones y dolores de la gente y, por esa obvia razón, debe hablarse al país con la verdad.
En el largo debate realizado, no se ha escuchado ni una sola vez, que se hable de los recursos necesarios para satisfacer las ilimitadas promesas.
Más aún, la añeja mentalidad estatista debe ser superada, reconociendo al Estado un rol esencial como responsable del “bien común” y del “interés público”, pero abriendo camino a la creciente participación de la sociedad civil en lo que es responsabilidad de todos.
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