Editorial: La frustración nuestra de cada día
Nuestra democracia se encuentra claramente en crisis.
No se trata solamente de un problema político, económico, social, cultural, ambiental, sino, a nuestro juicio, de algo mucho más grave. La ideología dominante ha impregnado todas las piezas que conforman el puzzle de la vida en sociedad, y si nos esforzamos por analizar cada una de las partes que configuran nuestra realidad, no tardaremos mucho en constatar que el egoísmo es lo que constituye la atmósfera del mundo que habitamos.
Es indudable que el capitalismo tiene determinadas “virtudes” que no pueden simplemente despreciarse. Su capacidad de producir bienes, de innovar y de adaptarse continuamente a los requerimientos que plantea una sociedad en permanente evolución, son destacables. Sin embargo, y he ahí lo paradojal, es un modelo que necesita promover y crear artificialmente, cada día, nuevas necesidades para mantener un ritmo de crecimiento que, a fin de cuentas, está condicionado por dos conceptos que van en paralelo: “producir” y “desechar”. Pero eso no es todo. Simultáneamente se desenvuelve, a la par con el mundo productivo de bienes físicos, un mundo de papel manejado con audacia por personeros que viven de la especulación y que pueden, en cuestión de horas, elevar las cotizaciones de bolsa hasta niveles inesperados e increíbles o derribar empresas y actividades llevándolas a su bancarrota.
Como se ha señalado por diversos autores y tratadistas, las sociedades, tanto a nivel planetario como a nivel más local, generan grupos dominantes, que son una minoría nunca superior al 1%, constituidos por los administradores del sistema y que gozan a plenitud de sus beneficios, y los grupos mayoritarios que en la práctica son marginales y que se ven condenados a niveles de vida de mera subsistencia.
El cuadro descrito, que se presenta en gran parte de los países, ha ido afectando los aspectos más sustantivos de la democracia a tal extremo que para la generalidad de la población, el ritual de las elecciones solo genera indiferencia o desafección pues, cualesquiera que sean los resultados, las transformaciones y los cambios que se demandan y que se recogen en los discursos son vistos como un torrente de palabras casi carentes de sentido y de efectividad.
La democracia, con todas sus ventajas y beneficios, requiere alcanzar, como factor condicionante de su existencia, un mínimo de cohesión social, requiere lograr que todos los integrantes de una comunidad se sientan afectivamente comprometidos con un proyecto común.
Lo dicho implica que cada sujeto, individual o colectivo, sea capaz de saltar el cerco de su egoísmo y de entender que frente a él, no contra él, hay “otros” que tienen derechos que deben ser atendidos y reconocidos.
Nuestro país se encuentra en una encrucijada bastante inédita en su historia.
Aunque algunos no quieran reconocerlo, hay sectores que, encerrados en sus claustros territoriales, económicos, sociales, piensan que todo está bien y que no hay ninguna tarea pendiente por hacer, nada por solucionar. Una simplicidad ramplona los lleva a creer que quienes reclaman y manifiestan su disconformidad, son flojos, inferiores, resentidos, amargados, envidiosos. Su capacidad de respuesta, está limitada a la mantención del orden público y a la preservación al máximo de las libertades económicas.
Más allá de las eventuales innovaciones constitucionales (cuya parición de seguro será conflictiva y dolorosa), se hace indispensable discernir algunos elementos que pueden ser claros para definir el futuro que nos merecemos como nación.
Necesitamos construir, moral y culturalmente, un país en que las relaciones mutuas no estén ensuciadas por el temor, la inseguridad y la injusticia, sino por el establecimiento de reglas fundamentales de equidad.
No basta centrar nuestro camino en la lucha por los derechos si no somos capaces de asumir nuestras obligaciones y deberes. La fragmentación grave que vive Chile, solo podrá superarse si somos capaces de estructurarnos como comunidades que, en el marco de sus respectivos ámbitos, tienen la capacidad de integrarse y de prestarse colaboración solidaria para el logro de objetivos comunes.
El problema más contingente es que el país carece en la actualidad de liderazgos que por su claridad de principios y objetivos, incluso por su sobriedad de vida, sean capaces de convocar. Lo que la gente aprecia es que predominan los grupos de presión o de interés que se movilizan en función de sus propios apetitos.
Romper el circuito del individualismo egoísta, es una tarea dura que reclama la participación activa y consciente de todos los actores. Pero, es una condición esencial para dar contenido a una democracia sólida.
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