
Editorial: ¿Primará la racionalidad?
En tres días más, el calendario nos indicará el término de un angustioso y fatigante año 2020 y abrirá las puertas a una nueva etapa de la vida nacional cuyas características desconocemos.
Evidentemente, cada país está expuesto a una serie de problemas y vicisitudes que escapan del manejo directo e inmediato de quienes nos gobiernan, tales como fenómenos telúricos, sanitarios, ambientales y climáticos pero que requieren indispensables respuestas de largo plazo con inversión de recursos, buenas y acertadas políticas públicas y cambios radicales de nuestras conductas individuales y sociales. Asumir esas tareas es posible pero ello exige esfuerzos, compromisos y sobre todo paciencia pues los resultados jamás serán inmediatos. El más claro ejemplo de cómo no se deben hacer las cosas, lo encontramos en el campo de la educación, terreno en el cual, a partir de la ideológica “educación de mercado” instaurada por la dictadura gremialista-militar, hemos transitado por un camino plagado de múltiples requerimientos coyunturales sin haber sido capaces, hasta ahora, de definir una política de Estado que trascienda los gobiernos y que tenga objetivos precisos que nos permitan avanzar hacia un nivel de desarrollo humano significativo al formar a nuestros niños y jóvenes enseñándoles a pensar, a razonar, a criticar, a innovar, a imaginar, a descubrir.
Los sectores conservadores, dominantes en la vida chilena, sin duda que tienen razón cuando afirman que es ilusorio creer que una nueva carta fundamental, una nueva institucionalidad, solucionarán de la noche a la mañana los problemas de salud, vivienda, educación, seguridad social, que aparecen hoy como los más apremiantes. Sin embargo, esa razón se diluye cuando el argumento se utiliza para defender sibilinamente el statu quo, es decir la sociedad de los abusos, de los privilegios y de la exclusión.
La Oposición, en sus múltiples variables, tiene la obligación moral e ineludible de hablar al país con la verdad. Los populismos baratos, tanto de extrema izquierda como de extrema derecha, encubren una estafa. A lo mejor sirven para ganar una elección o para subir algunos puntos en encuestas truchas pero jamás serán útiles construir una renovada sociedad democrática. Nuestro país debe tomar conciencia de dos pequeños detalles iniciales: El primero: nada de lo que se logra mediante la violencia es duradero. El segundo, sacar adelante a un país requiere sacrificios tanto individuales como colectivos.
No resulta grato afirmarlo pero el inminente proceso constitucional hasta ahora no permite avizorar una reflexión colectiva madura y razonable. El abrumador triunfo del 25 de octubre entregó algunos datos que, pese a todas las evidencias, se pretendía desconocer. El plebiscito, aunque resulte majadero decirlo, dejó en claro que la inmensa mayoría rechazaba la Constitución de 1980, no solo por su origen ilegítimo sino por sustentar un esquema de relaciones económicas y sociales que amparaba la imposición de una ideología que simplemente el país no aceptaba. Pero también rechazó la posibilidad de que la clase política de siempre fuese la redactora de la nueva Carta.
A sesenta días de la histórica fecha, “la gente”, ese grupo inmenso e indeterminado que constituye el país real, observa desconcertada como aquéllos que fueron juzgados negativamente, con absoluto desparpajo, trabajan por retomar posiciones. El gran empresariado, los personajes afines a parlamentarios y grupos de poder, una serie de altos funcionarios públicos en la capital y en regiones, se movilizan para ser “convencionales constituyentes” ofreciendo hacer ahora las tareas por las cuales nunca mostraron interés y genuina preocupación.
Diciendo las cosas por su nombre, es más que probable que los sectores conservadores logren en abril un resultado final que vaya mucho más allá del escuálido apoyo de octubre gracias a los abundantes recursos financieros y comunicacionales que manejan. También es probable que los vencedores de ayer vean diluirse su poder electoral tanto por su participación en los comicios a través de innumerables listas nacionales y locales como por su vergonzosa incapacidad de ofrecer al país un programa básico concordado sobre mínimos comunes.
Se trata, en resumidas cuentas, de cimentar la edificación de la “casa común” bajo cuyo techo estaremos obligados a vivir en las próximas décadas haciendo posible que las grandes mayorías ciudadanas definan periódicamente los énfasis y acentos programáticos realizables según las circunstancias y estableciendo los mecanismos de control necesarios para que la ciudadanía haga efectivas las responsabilidades de sus representantes.
El trabajo que se avecina es arduo y un resultado exitoso solo se podrá lograr si de parte de los convencionales existe racionalidad en el debate y voluntad de lograr acuerdos. La intransigencia de los defensores del orden vigente y las tontas amenazas de “rodear” la Convención para imponer por el amedrentamiento determinados puntos de vista, no son cosas que Chile quiera.
Absolutamente de acuerdo, en todas sus partes con el lector, Claudio Suarez.
¿qué es eso de «dictadura gremialista-militar»?
Claudio: En general, LVC ha preferido calificar a la dictadura como «gremialista-militar» en vez de «cívico-militar». Razón: Lo cívico tiene que ver con lo ciudadano, lo patriótico, con el civismo, con la civilidad. Al optar por el calificativo de «gremialista» se ha querido destacar el rol que en ella jugaron los grandes gremios empresariales y, especialmente, a su soporte político que fue el movimiento formado por Jaime Guzmán al amparo de la PUC y por su heredera, la UDI calificada uniformemente como «partido gremialista». En todo caso, cuestión de apreciación. Gracias por su comentario.
Excelente pieza de análisis, destacable!
sólo un «gran matiz» : eso de » dictadura gremialista-militar «, mas bien, el carácter de esa dictadura fue «Cívico Militar» Los civiles Dueños del capital y los militares golpistas.