
Editorial. Los problemas del bien común
En la vida de todas las personas existe la necesidad de la comunicación con otros semejantes. Desde los albores de la infancia se establece una relación primaria entre la madre y el hijo, la que con el transcurso del tiempo se va ampliando al padre y a un círculo familiar cada vez más extenso, relación que se traduce en expresiones de afecto o rechazo a través de gestos, actitudes y palabras.
Cada individuo, posteriormente, se va socializando, y en el barrio, la escuela, el trabajo, la iglesia, el deporte, las entidades culturales, y hasta en la actividad delictual, convive con los demás y establece vínculos, lazos que lo unen o separan de ellos. Se desarrolla, entonces, un proceso paulatino en el cual junto con afirmarse la individuación se hace patente la necesidad de intercambiar ideas, sentimientos, sensaciones, con los otros integrantes del grupo o de la comunidad en que se vive.
La comunicación implica un intercambio, un diálogo, en el cual se expresa y se transfiere a la contraparte, al interlocutor, lo que se está pensando, lo que se siente, lo que se desea, teniendo al mismo tiempo la actitud positiva de estar dispuesto a escuchar lo que “el otro” quiere manifestar. En la conversación sana y efectiva, hay siempre dos o más actores (singulares o plurales) que alternativamente hablan y escuchan sobre una temática elegida expresa o tácitamente como punto de análisis o reflexión.
En la comunidad política, lo relatado se replica y multiplica a través de una red inconmensurable de intercambios que, por un lado amplifican y enriquecen el debate pero, por otra parte, deterioran las relaciones internas al transformarse en un incesante campo de batalla en que no se busca argumentar, razonar y convencer, sino, por el contrario, imponer puntos de vista mediante la demolición y sometimiento del contradictor.
En medio de la “multicrisis” que vive nuestro país, la pregunta que naturalmente surge es: ¿En qué momento, por qué razones y circunstancias, dejamos de sentirnos como una comunidad que, asentada sobre un mismo territorio, es capaz de avizorar y construir un destino compartido?
Es cierto que en nuestro territorio conviven diversos grupos que por su origen étnico, por su nivel educacional, por su condición económico –social, por sus convicciones políticas, ideológicas, religiosas, son de hecho muy diferentes unos y otros, pero ¿debe ello llevarnos al enfrentamiento permanente, a mirar al otro con odio, con agresividad, como si fuera un enemigo al que hay que combatir y destruir?
En una democracia sustantiva, vital, las personas son capaces de encontrarse y de confrontarse dialógicamente sin perder el sentido de un futuro común. El ágora, la plaza pública, la prensa moderna, constituyeron históricamente los lugares en los cuales se desenvolvía la “esfera pública”, el espacio en que se planteaban las cuestiones de interés común pues existía tácticamente una cierta conciencia en cuanto a que había problemas que excedían los marcos de los intereses particulares, fueran estos individuales o grupales, para proyectarse al ámbito de las materias que conciernen a todos.
No se trata, ahora, de sobreidealizar un pasado que ya fue, sino de entender que, cualesquiera que sean las discrepancias, los desencuentros, las inequidades, las injusticias, siempre estuvo presente en la sociedad la convicción de que había cuestiones de interés general que marcaban el rumbo del país.
Sin embargo, en la época actual hemos perdido, deliberadamente, la capacidad hacer predominar lo que puede ser reconocido como el “bien común” y nos hemos transformado en un espacio fracturado y amargo en el que no caben la amistad cívica ni la solidaridad.
Es evidente que las redes sociales – asombroso milagro tecnológico contemporáneo – que hicieron posible la comunicación planetaria instantánea y sin límites, han ido degradando paulatinamente las relaciones interpersonales y, por su propia estructura, han ido simplificando los mensajes y contribuyendo a polarizar y a fragmentar las sociedades. La amistad dejó de ser un valor relacional afectivo para transformarse en una secuencia estadística simplona de likes que no da cabida al aprecio y al respeto. La gran prensa nacional, en lo propio, se ha ido paulatinamente desdoblando, para entregar mensajes aparentemente serios, maduros, ponderados, por un lado, y para abrir, sibilinamente, espacios alternativos en que campean la grosería, la injuria, la xenofobia y el odio.
Así, hemos perdido la capacidad de discutir serenamente y nos deleitamos buscando textos simples en que se entreguen juicios y opiniones que coincidan con nuestros prejuicios de base y nos reafirmen en nuestros puntos de vista sin
Las crisis materiales en algún momento serán superadas parcial o totalmente, pero la crisis valórica y cultural que nos desafía a aprender a convivir con quienes son diversos o piensan de forma distinta, requiere una voluntad comprometida que nos haga entender que somos todos pasajeros de un mismo barco.
El reto es difícil pero si cada uno de nosotros no está dispuesto a jugarse por él desde ahora, más tarde no nos quedará sino la opción de lamentarnos.
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