La dura lección de mayo
En una iniciativa encomiable desde todo punto de vista, los dos más importantes planteles de educación superior del país, la Universidad de Chile y la Universidad Católica, emprendieron hace algún tiempo, un trabajo conjunto de análisis social que denominaron, significativamente, “Tenemos Que Hablar De Chile”. Se trata de una investigación conjunta destinada a auscultar las diversas aristas nuestra realidad para determinar hechos, circunstancias, actitudes y razones, que explicarían las causas del momento que se vive.
Por supuesto, una de las áreas trabajadas es la política. El director de TQHDC Hernán Hochschild, hace algunos meses relevaba una cuestión importante: los estudios de opinión indicaban con persistencia que en el período comprendido entre los años 2016 y 2019, nada menos que dos tercios de la población adulta declaraban categóricamente que no se sentían identificados con ninguna coalición política”.
Ese dato, por sí solo, a los ojos de cualquier analista político, preanunciaba mucho. La actitud de la gente no derivaba de su preocupación por el eventual cambio del régimen ultrapresidencial vigente y su sustitución por un sistema parlamentario o por cambiar el régimen bicameral por uno unicameral sino que provenía lisa y llanamente del cuestionamiento de las prácticas con que opera la actividad política.
El presagio resultó cierto. El terremoto político de mayo azotó fuertemente a casi la totalidad de las colectividades políticas tradicionales las que solo rescataron su honor en el terreno de las votaciones municipales en el cual, como es sabido, han prevalecido siempre los factores personales y el arraigo local de los postulantes. La menguada representación alcanzada por todos los bandos en cuanto a elección de “convencionales”, solo salvó su imagen al lograr que fuesen elegidos 20 constituyentes como independientes en cupos cedidos por los partidos.
Los partidos políticos – ¿cuántas veces lo hemos recordado?) – constituyen una herramienta fundamental para el adecuado funcionamiento de una democracia en forma. Además de ser el canal normal a través del cual se expresa el régimen representativo, se entiende que son las organizaciones que tienen la capacidad de conjugar los diversos intereses que conviven en cualquiera sociedad heterogénea. Al contrario del sindicato, del gremio, del colegio profesional, entidades todas que asumen la representación de un legítimo grupo de interés pero con una visión parcial de las cosas, todo partido político debiera tender a expresar propuestas globales con una visión panorámica de la realidad.
Los partidos de masas, durante muchas décadas mantuvieron una dinámica vida interior y una fuerte presencia en el seno de la sociedad. A pesar de la inexistencia de una normativa legal que regulara su actividad, su propia estructura consideraba la presencia orgánica de los diferentes sectores: frente juvenil, frente de mujeres, frente sindical, frente municipal, etc. Y, además, como es propio de toda entidad voluntaria, eran los propios militantes quienes sustentaban su actividad expresada no solo en las tareas propiamente políticas sino también en la mantención permanente de cursos de formación doctrinaria, de capacitación, etc.
Fue la dictadura la que suprimió la existencia de estas organizaciones, y su prohibición derivó en un duro proceso de funcionamiento clandestino concentrado en la tarea por la recuperación de la democracia, período durante el cual en general primaron los liderazgos de antiguos parlamentarios o el surgimiento de dirigencias surgidas en los planos universitario y sindical. Pero, a partir de la restauración de la democracia formal, las cosas cambiaron sustantivamente. Las colectividades empezaron a girar en torno a las oficinas parlamentarias, el financiamiento empezó a provenir de cotizaciones entregadas por congresales y funcionarios públicos y, en períodos electorales, de aportes empresariales que terminaron corrompiendo su necesaria independencia legislativa.
A partir de ese entonces, empezó su inevitable decadencia. Sin capacidad alguna de autocrítica real que permitiera regenerar estas imprescindibles organizaciones a través de cambios efectivos, evolucionaron lo suficiente como para transformarse en oligarquías políticas que trabajan para conservar el poder, los privilegios y el dinero. No representan ideas, propuestas ni creación de valores, carecen de compromiso con la base social, al extremo que un importante número de parlamentarios se sienten a sí mismos más como funcionarios del Estado que como representantes de la sociedad. Engolosinados con sus elevadas retribuciones fiscales (mínimamente reducidas después del estallido social), halagados por una corte de asesores que con frecuencia no son más que operadores políticos, radicados a partir de su elección en las comunas del privilegio, preocupados de instalar a sus familias en diversos cargos públicos, son los verdaderos responsables del rechazo que hoy reciben sus partidos.
Se abre la oportunidad de cambiar de rumbo. En seis meses más deberá renovarse gran parte del Parlamento. A pesar de la brevedad del tiempo disponible, será ineludible una renovación profunda de sus hábitos y costumbres. O se toma la determinación de asumir su función de representación popular en el marco de una cultura de servicio público o el golpe ciudadano puede ser feroz. Solo de cada uno de ellos depende todo.
No creo que esos partidos políticos corruptos puedan regenerarse pues ya están “cebados”. Se a acostumbraron a la dolce vita y les quedó gustando.