La ira de Dios
El viernes 27 de marzo, el presidente del país más extenso y más poblado de la América Latina, Jair Bolsonaro, entrevistado por la prensa paulista acerca del amenazante desarrollo de la pandemia del corona virus en su nación fue categórico al afirmar : “Se trata solo de una gripezinha” (gripecita)”. A ese día, el importante país registraba oficialmente 2.915 contagios y 77 víctimas fatales.
El mandatario populista de extrema derecha (admirado desde Chile por Jacqueline van Rysselberghe y José Antonio Kast, que volaron el día de su elección a rendirle pleitesía, pero que ahora han guardado discreto silencio al respecto) complementó sus palabras: “El brasileño no se contagia, se le puede ver saltar a una alcantarilla, bucear y nunca pasa nada”. Cinco días más tarde, los contagiados eran ya 8.044 y los muertos 324.
La tendencia ideológica dominante en muchos países de nuestro continente (entre ellos Chile, por supuesto) es que la salud no es un derecho sino un bien de mercado, transable en el juego de la libre competencia como cualquier otro producto o servicio. Al decir del presidente Piñera, esa libre competencia nos garantiza calidad de los productos que adquirimos y precios bajos: el paraíso de los ciudadanos que pueden elegir sin restricciones y cotizar (luego de una hora de espera en cada farmacia de cadena, por ejemplo) para alcanzar el óptimo precio, mientras su vecina en la “pobla” le cuida la guagua.
Esta realidad configura una situación que algunos han calificado como “darwinista” y no porque asegure “la supervivencia de los más aptos” sino porque asegura “la supervivencia de los más ricos”, es decir de quienes tienen los medios económicos para llegar a las mejores clínicas, acceder a las más modernas tecnologías y comprar los más selectos medicamentos “de marca”.
Asimismo, el “señor mercado” actúa orientando las políticas públicas. En el caso de la pandemia, el Gobierno y las grandes empresas, con el fin de lograr el aislamiento de las personas en riesgo y evitar eventuales contagios, han promovido “el teletrabajo” presentándolo como una opción incluso ventajosa para las familias ya que hace posible que la mujer trabajadora cumpla sus funciones al mismo tiempo que hace el aseo, cocina y cuida a los niños sin clases. Eso sí, es recomendable que habilite en su vivienda una habitación en la cual instalar el computador y guardar ordenados los elementos de trabajo. Debe destacarse que ni una sola palabra se ha escuchado respeto al amplio mundo de las personas vulnerables y de quienes realizan presencialmente trabajos físicos como limpieza, construcción y otros. Los mundos de los pueblos chicos y de la familia rural ni se han tocado.
La pandemia que nos azota es grave. Gravísima. Su origen y sus causas aún no han sido determinados con certeza. Las explicaciones van desde quienes afirman que se trata de un bicho que se escapó de un laboratorio en Hubei mientras se experimentaba para una eventual guerra bacteriológica, hasta las personas que sostienen a pie juntillas que nos encontramos ante un castigo divino por nuestras malas conductas. El español Fernando Savater, ha escrito en “El País” (28.03.2020). Ante hechos semejantes, “se supone que siempre se trata de castigos divinos y no nuevos accidentes. Antaño los merecimos por nuestra impiedad, por entregarnos a la blasfemia y a la lujuria, por no pagar el diezmo a la Iglesia, por la arrogancia del Rey frente al Papa. Ahora no es Dios propiamente quien nos castiga sino las contradicciones del capitalismo; los pecados se llman consumismo, individualismo, heteropatriarcado, rechazo al diferente, ecocidio, afán de lucro”. Y sardónicamente comenta que “Dios y sus franquiciados no tienen buena puntería porque fulminan a quienes menos se lo merecen”, recordando que el gran terremoto de Lisboa (1755), dejó cerca de 100.000 víctimas fatales, muchas de las cuales se encontraban en misa a las diez de la mañana. Si se trataba de escarmentar a los ateos, dice, debió ocurrir al caer el día mientras los pecadores llenaban tabernas y burdeles.
Tras estas digresiones, volvamos al punto central. Sin ánimo alarmista, es posible que el avance de la pandemia dure varias semanas e incluso meses. Es también posible, que aparezcan nuevos virus con las terribles consecuencias que estamos viendo. Nada puede descartarse. Pero, la irresponsabilidad mayúscula que se encuentra a la vuelta de la esquina, radica en que sigamos actuando tal como lo hemos hecho hasta ahora. Un sistema de salud mercantil, que discrimina entre ricos y pobres, y que, además, en cuanto a la acción propia del Estado, es caro, ineficiente, inorgánico, no puede ser la columna en la que se sustente la posibilidad de vivir de una persona. Es obvio que el modelo en aplicación cuenta con el beneplácito de las fuerzas gobernantes. Por otro lado, si quienes se vanaglorian de ser progresistas no son capaces de generar una respuesta en serio a un desafío que es claramente de vida o muerte, tendremos como país que esperar el advenimiento de una nueva generación que reúna capacidad técnica y voluntad política, elementos indispensables para construir una nueva realidad.
Mientras tanto, sigamos entreteniéndonos con la vacuidad farandulesca de los matinales con que se nos entretiene para evitar que siquiera pensemos en los problemas de fondo del nuestro país.
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