
Las cosas están complicadas.
El filósofo y académico austríaco Karl Popper, uno de los más insignes defensores de la democracia liberal durante el siglo XX, precisamente planteó, con un cierto dejo de ironía, que la democracia era un método que permitía sustituir gobernantes ineptos sin derramamiento de sangre.
El problema práctico se plantea al preguntarnos si una determinada comunidad política está dispuesta a esperar el tiempo necesario que determinan las normas constitucionales de cada país para sustituir las autoridades vigentes si éstas han demostrado categóricamente su ineptitud. En el caso de Chile, y más allá de la pandemia del Covid-19 con sus dolorosas y lamentables secuelas, es claro que el mandato de Sebastián Piñera concluirá sin haber avanzado un ápice en el abordaje de problemas de tremenda importancia.
El candidato que demagógicamente proclamaba “Delincuentes, se les acabó la fiesta”, tras años en el poder muestra su incompetencia para enfrentar un problema social multicausal sin más que ofrecer propuestas simplonas que no sean las de aumentar las penas asignadas a los hechos delictivos. El mandatario que viajaba a Cúcuta (Colombia) para invitar a los eventuales migrantes a desplazarse hacia Chile, hoy se ve absolutamente sobrepasado por la realidad sin lograr definir criterios claros en la materia. El Presidente, que al inicio de su mandato montaba un espectáculo en el Cerro Ñielol para ofrecer un vasto programa de inversiones que, según él, solucionaría el complejo problema de la macrozona afectada por el llamado “conflicto mapuche”, se irá con un escaso cumplimiento de sus promesas y sin otra respuesta que la militarización del área.
La lista bien pudiera estirarse ampliamente.
Sin embargo, hoy por hoy, el enjuiciamiento público al Presidente va por otro camino aún más pedregoso. Ya no está en juego la evaluación de su competencia o incompetencia (terreno en el cual sería fácil esperar algunos pocos meses para dar un corte al problema) sino que, peligrosamente, nos hemos ido deslizando hacia el campo ético y moral. No se trata de someter al juicio de la opinión pública aspectos de su vida personal (que pudieran considerarse violatorios de valores definidos, en este caso, por principios derivados de sus afecciones religiosas) sino de la nefasta e indigna vinculación de “la política”, que atiende por definición al bien común general, con “el mundo de los negocios” que, por su naturaleza, se mueve en el terreno de los apetitos e intereses particulares.
La investigación de los denominados “Pandora Papers” ha develado un grave conflicto de interés: en un negocio privado, entre Sebastián Piñera y su amigo íntimo Carlos “Choclo” Délano (condenado por financiamiento ilegal de la política y por fraude tributario), se estipuló que “la última cuota” solo se pagaría si no se modificaban las normas ambientales impidiendo la explotación de la mina “Dominga” y del futuro puerto en el área. Es decir, el pago de unos cuantos millones de dólares al “empresario Piñera” quedaba sujeto a la condición de que el “presidente Piñera” se abstuviera de tomar decisiones administrativas que obstaculizaran el funcionamiento del negocio.
La turbiedad del negocio era evidente: indiscutible conflicto de interés, ocultado mediante un contrato suscrito en inglés en la guarida fiscal de Islas Vírgenes Británicas.
Hoy se ha hecho público que el fiscal que en su tiempo intervino en esta investigación no puso estos antecedentes en conocimiento del Tribunal, razón por la cual es improcedente que los abogados de Piñera arguyan, para fundamentar su inocencia, que en el caso habría “cosa juzgada”.
La inconducta del presidente Piñera ha derivado en una crisis política de envergadura. La acusación constitucional en su contra probablemente sea aprobada por la Cámara de Diputados pero no reunirá los 2/3 de los votos en el Senado.
Sin embargo, más allá de ese resultado, nadie puede negar que la voracidad patológica del Presidente por el dinero ha comprometido el honor de la nación existiendo, además, un alto nivel de responsabilidad de los partidos que levantaron su candidatura y de los medios de comunicación social que se han esforzado históricamente por minimizar y justificar una vida que ha estado sostenidamente al filo de la legalidad. Desde la quiebra del Banco de Talca, pasando por la apropiación indebida del negocio de las tarjetas de crédito burlando los derechos de su mandante Ricardo Claro, por el uso de información privilegiada para la adquisición de acciones de LAN-CHILE, por los problemas habidos con la administración de Chilevisión, por la construcción de redes usando a su cónyuge, a sus hijos y hasta a sus nietos para eludir impuestos, etc. etc., hay una forma de comportamiento reñida con los exigencias mínimas de la decencia.
Puede suceder – sus hábiles abogados pueden lograrlo – que en la arista jurídica de sus operaciones salga sobreseído pero nadie podrá rescatarlo de su fracaso político. No basta con que Cecilia Morel declare paladinamente “Doy fe de que Sebastián es inocente” para cerrar la causa. El daño que Sebastián Piñera ha hecho a la dignidad del país y a la institución misma de la Presidencia de la República, quedará en las páginas de nuestra historia.
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