
Algunas consideraciones básicas sobre el problema de la violencia (II)
Las sociedades humanas, desde sus más remotos orígenes, han necesitado imponer coercitivamente a sus miembros un conjunto básico de normas de conducta que regulen desde afuera, externamente, las relaciones mutuas para imponer un marco que garantice orden, justicia, seguridad y respeto mutuo, para lo cual se instituye un poder social o autoridad al cual se le reconoce el derecho de hacer uso de la fuerza.
Una breve mirada al pasado permite constatar que desde las comunidades humanas más primitivas se han establecido algunos principios básicos de autoridad, los cuales son aceptados por el grupo como una forma legitimada de relación que hace posible no solo la convivencia interna sino la acción conjunta frente amenazas externas ya sea que estas provengan de fenómenos de la naturaleza o de ataques de otros grupos. Las primeras expresiones de este poder social que se impone sobre la comunidad se encuentran en el poder del más fuerte, del más anciano o del líder religioso que, se supone, mantiene una relación privilegiada con la divinidad.
La evolución progresiva de las comunidades humanas ha ido generando nuevas formas más abstractas del ejercicio del poder, configurándose así “el Estado” como el ente que está regido por un conjunto de normas que, por un lado lo organizan determinando su estructura institucional y delimitando sus facultades, y por otra parte lo habilitan para dictar normas que estatuyan un “orden” y un método de solución de conflictos fundado en principios de justicia, seguridad y paz social.
Estas normas jurídicas dictadas y establecidas en conformidad a los procedimientos contemplados en la institucionalidad, tienen como característica definitoria su “coercibilidad”, es decir el reconocimiento que la comunidad hace del derecho del mismo Estado a exigir su respeto y cumplimiento para cuyo efecto se acepta que éste tenga el monopolio del uso legítimo de la fuerza para hacer efectivas las conductas esperadas o para hacer desistir a los individuos de acciones o prácticas que se han definido como dañinas o contrarias al interés general o al bien común.
El llamado “Derecho Penal Liberal” consagró ciertos principios fundamentales destinados a regular la acción del Estado como generador de normativas obligatorias y exigibles, los cuales tienen por objeto proteger y amparar los derechos de las personas frente a la eventualidad del abuso por parte de quienes en un momento histórico determinado han asumido el ejercicio del poder ya sea por consentimiento de la propia comunidad o ya sea mediante el uso de la fuerza.
El punto central en la materia está marcado por el aforismo latino que dice simplemente “nulla crime nulla pena sine legem” , es decir que no puede considerarse como delito una conducta que no haya estado especificada y descrita como ilícita a la fecha de la comisión del hecho y que el sujeto responsable no puede ser sancionado con penas que no estén pre establecidas en la legislación.
En ese cuadro, se configura lo que puede ser considerado como la esencia del Estado de Derecho democrático ya que junto con reconocer la facultad del Estado para promulgar normativas que se consideran necesarias para la adecuada convivencia al interior de la comunidad, se protege a las personas mediante una delimitación bien determinada.
De acuerdo a lo antes dicho, los integrantes de la comunidad son conminados a someterse a la norma positiva mediante la amenaza de sanciones que son conocidas. Lo señalado configura las bases indispensables para la vida comunitaria.
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