Bienaventurados los que tienen hambre
En los tiempos que se viven, diversos elementos configuran un panorama desconcertante en materia de información. Al mismo tiempo que recibimos de forma instantánea un cúmulo sorprendente de noticias en un volumen como nunca lo hubo antes en la historia de la humanidad, nos resulta difícil entender cómo los hechos verdaderamente trascendentes pasan a un segundo o tercer plano aplastados por la relevancia que los medios de comunicación y las redes sociales dan a sucesos que procuran encubrir lo importante drogando a los receptores de los mensajes con una deliberada política editorial que responde a un juego de intereses que subyace bajo lo que se escribe, se muestra o se dice.
Los contratos exorbitantes de los futbolistas, los 75 años de reinado de Isabel de Inglaterra, la moda, los escándalos sociales y políticos, el narcotráfico y la delincuencia, entregan los materiales necesarios para entretener a una ciudadanía que solo percibe una realidad distorsionada.
El 5 de julio pasado, la FAO (Organización para la Alimentación y la Agricultura de la ONU), la OMS (Organización Mundial de la Salud) y el Programa Mundial de Alimentos, hicieron entrega a António Gutérrez, Secretario General de las Naciones Unidas, de un lapidario informe sobre la “catástrofe inminente” que se avecina tras el fuerte incremento de la hambruna en el mundo.
Se señalan tres causas de este aumento actual: la pandemia del corona virus y sus derivados, el cambio climático y la guerra suscitada por la invasión de Rusia a Ucrania.
Los datos son indesmentibles. Si en el 2019 el hambre afectaba a 678 millones de personas, la cifra había subido a 782 millones al año siguiente y a 828 millones en 2021. Todo indica, por lo demás, que 2022 marcará un número record.
El escándalo alimentario, si bien afecta predominantemente a naciones de África y Asia, se cuela por todos los intersticios del planeta pues tiene consecuencias políticas, sociales y sanitarias. Al interior de los países, esta crisis genera altos niveles de inestabilidad y una desnutrición generalizada especialmente en segmentos de infancia y adolescencia, todo lo cual se traduce a corto andar en el ya incontrolable fenómeno de migración masiva hacia lugares que ofrecen mejores expectativas de vida.
Las políticas de ayuda, promovidas por la misma organización mundial, alcanzan niveles no despreciables del orden de los 630.000 millones dólares anuales pero, al mismo tiempo que con frecuencia entregan alimentos no nutritivos ni saludables, por su naturaleza y origen afectan sin vuelta a la agricultura local.
Para cerrar el cuadro, es imprescindible tener en cuenta el problema demográfico: A fines del presente año la población mundial alcanzará a 8.000 millones de personas.
En América Latina y el Caribe el fenómeno tiene características específicas. El subcontinente en teoría cuenta con los elementos indispensables para asegurar la alimentación de toda su población. Sin embargo, la expansión constante de la superficie dedicada a los monocultivos, el cambio de uso del suelo que ha desplazado la agricultura campesina para abrir paso a los cultivos forestales con grave afectación de la vida rural. El hambre aumentó en el 2021 en 13,8 millones de personas alcanzando ya a un total de 59,7 millones. Una cantidad importante de personas “en situación de calle” subsiste solo gracias a la acción caritativa de instituciones o personas pero con la incertidumbre de que mañana no tendrán qué comer.
Bajo estos prismas es fácil explicarse el porqué de las explosiones sociales que han reventado en muchos países. Estas, por supuesto, no solucionan los problemas pero sin duda ayudan a que como sociedad se tome debida conciencia acerca de la situación de inequidad en que se vive.
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