
EDITORIAL. El último retorno de Trump
Las elecciones estadounidenses, para definir al próximo Presidente de la República y renovar un tercio del Senado y la totalidad de la Cámara de Representantes, no podían dejar indiferente a nadie si se considera que ese país continúa siendo la primera potencia militar y económica del mundo y que, cuánto hagan o decidan sus gobernantes incidirá prácticamente en las relaciones internacionales planetarias.
El gobierno de Gabriel Boric ha entrado en su tercio final con todos los problemas que suscita la inminente faena de cierre de esta etapa de conclusión, marcada significativamente por el apremio político y electoral por mostrar a sus bases y al país en general, una gestión que demuestre que se han logrado soluciones innovadoras acordes con lo discursos y promesas de campaña.
Una evaluación ecuánime de los dos tercios ya vividos, merece acreditar en el balance que el mandato ha debido soportar la acción de una oposición implacable que ha parecido refocilarse con los errores y falencias del Ejecutivo, que ha tomado conciencia de que el gobierno actual es un gobierno de minoría y que ha hecho valer su peso parlamentario y comunicacional en cuánta ocasión ha tenido por delante.
Si bien Boric puede hacer denodados esfuerzos por mostrar a Chile resultados concretos, enumerando iniciativas que se han concretado durante este lapso, la verdad es que se ha tratado casi siempre de respuestas puntuales a problemas acuciantes o de esfuerzos por aparecer dando cumplimiento a ofertas discursivas cuyo real costo nunca fue dimensionado.
Todo gobierno, de cualquier tendencia, sea democrático o autoritario, tiene siempre algunas cosas buenas que mostrar y que sus partidarios destacan para justificar su paso por el poder. Lo que el país, sin embargo, espera es que las autoridades que en un momento dado asumen, sean capaces de cambiar el rumbo de la historia dando un nuevo y vitalizador sentido a lo que se hace, de tal manera que la gente se sienta representada e incorporada a la tarea común.
Los analistas, augures y encuestólogos, vaticinaban una estrecha contienda, lo que finalmente no fue así. Aun cuando en ocasiones anteriores, el Partido Demócrata había experimentado derrotas inesperadas, casi siempre había logrado mayorías en el voto popular. Ahora, las cosas no fueron así.
¿De quién fue la responsabilidad del fracaso? Claramente de la propia colectividad azul. La insistencia en sostener una candidatura como la de Biden a pesar de todos los cuestionamientos que suscitaba su nombre y la nominación tardía de su candidata sin el proceso de primarias tan arraigado en la tradición política del país, debilitaron la opción de Kamala Harris. Pero, hay algo más importante que las fuerzas progresistas de los EE.UU. deben analizar, sobrepasando la cuestión coyuntural y poniendo la mira en el futuro: el Partido Demócrata se ha ido desplazando paulatinamente desde el país más modesto y más rural del interior, hacia los sectores más liberales conformados por las potentes burguesías intelectuales de los extremos Este y Oeste. Las abrumadoras victorias en Massachussets, Nueva York y California, al tiempo que el fracaso general en los siete “estados bisagra”, confirman lo aseverado. Este simple esquema socio-electoral, traducido en los mensajes comunicacionales entregados durante la campaña (aborto y reformas institucionales versus precios agrícolas, inmigración y desindustrialización), tienen consecuencias a la hora de las determinaciones personales.
Las debilidades del Trump candidato, no tuvieron mayor peso a la hora de la decisión de los votantes. Ni su avanzada edad, ni la compra del silencio de una actriz pornográfica para esconder sus aventuras extramatrimoniales ni sus fraudes contables ni sus contradicciones permanentes ni la inviabilidad de muchas de sus fanfarronadas ni su lenguaje grosero e injurioso, influyeron para mover la aguja ciudadana en su contra.
Es evidente que al derrotado Partido Demócrata, si tiene la inteligencia de reconocer sus propios errores y de irlos superando paulatinamente, se le presentará posibilidad – ¡posibilidad! – de recuperar el terreno perdido ya sea en las elecciones de medio período (2026) o en las presidenciales de 2028. Ello les impone la tarea de superar su esquema de representación de múltiples minorías y ofrecer un relato de país que sobrepase las elites intelectuales ensimismadas en su racionalidad bien pensante.
Resulta paradojal, por otro lado, afirmar que el gran perdedor de esta etapa es el Partido Republicano. Su naturaleza esencial, traducida en su histórica capacidad de representar variados sectores del país, al igual que su oponente, ha desaparecido absorbida por la aventura personalista de un populista que lo ha utilizado en su propio beneficio y que, a todas luces, está actuado fuera de los márgenes de la democracia estadounidense.
Los tiempos venideros son turbulentos.
Las medidas de Trump, son peligrosas y de alto riesgo. Abrumado por sus propias y reiterativas promesas de campaña, no cabe duda alguna de que sacrificará todo lo que estime necesario para superar a la emergente China, aun a los que han sido sus sempiternos aliados. No puede descartarse la eventualidad de que acuerde la paz de Rusia con Ucrania, aunque ello signifique el sacrificio territorial de este último país. A Taiwan, le exigirá costear su propia defensa con recursos propios. Las mismas cartas, jugará con la Unión Europea, Corea del Sur y Japón, borrando de una plumada los tratados de asistencia militar. América Latina no será considerada ni en sueños salvo para frenar la migración y obligar a las pequeñas y pobres naciones del Centro y del Caribe a recibir de regreso a millones de expulsados del país del Norte.
En buenas cuentas, el naipe mundial será rebarajado y el juego se desarrollará conforme a los caprichos individuales de un mandatario que no reconoce ni los principios, ni los tratados ni las lealtades.
Las elecciones esde EE.UU., más allá de su resultado, han dejado un país profundamente fracturado y en manos de autócrata impredecible y que, como lo demostró hasta la saciedad tras su derrota del 2020, solo cree en la democracia cuando los resultados le son favorables.
Hay lecciones que otros países, y Chile en particular, deben sacar de este proceso. Farrearse la democracia es fácil. Recuperar lo perdido. Es muy difícil.
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