Editorial: La democracia en el banquillo
CIPER, el Centro de Investigaciones e Informaciones Periodísticas, ha dado a conocer aspectos fundamentales del estudio realizado por el “Centro para el Futuro de la Democracia” de la Universidad de Cambridge, prestigioso plantel de educación superior creado en Inglaterra en 1209, bajo el reinado de Enrique III.
El documento analiza no solo la realidad política existente en las naciones del mundo sino el grado de afección que sus respectivos ciudadanos tienen con el sistema. El panorama global, por decir lo menos, es tremendamente preocupante.
A nivel planetario, una docena de naciones manifiesta satisfacción con los valores y el ejercicio práctico de sus propias democracias. En general, se trata de los países nórdicos de Europa más algunos asiáticos y uno que otro en algún lugar del orbe. En el gran lote restante pueden encontrarse dictaduras civiles o militares de derecha, monarquías absolutas, dictaduras pseudo socialistas y países con una tradición relativamente democrática pero que en estos tiempos han derivado hacia profundas crisis políticas e institucionales que no presagian un buen futuro.
En la materia, es indispensable distinguir entre la valoración sustantiva que los ciudadanos tienen del sistema político, la que en el plano meramente teórico puede ser favorable, por una parte, y el análisis crítico de su funcionamiento concreto como régimen de gobierno.
Un porcentaje significativo de la población coincide en afirmar que los regímenes autocráticos son más eficientes que las democracias en el ejercicio del poder. Resulta evidente que un gobierno totalitario, sin límites ni jurídicos ni morales, y en el cual una persona o una pequeña “junta” de personas toma las decisiones por sí y ante sí, aparece ante la opinión pública como un gestor capacitado para resolver de inmediato cualquier problema o demanda de los súbditos. Al contrario, el ejercicio democrático del poder proyecta la imagen de interminables discusiones y conflictos con escasa capacidad para abordar requerimientos urgentes.
De esta manera, se ha ido construyendo una creciente desafección con los valores esenciales de la democracia. Al juicio negativo sobre la eficiencia de la autoridad elegida por los propios ciudadanos, se adicionan nuevos juicios pesimistas sobre hechos y procedimientos el mismo ejercicio de las libertades públicas va descubriendo y haciendo patentes.
La concentración creciente del poder, la notoria relación entre la política y los negocios, los injustificables privilegios establecidos en favor de quienes han pasado a constituir la clase política, la impunidad por colusión entre los actores de la actividad económica, la dictación de leyes en beneficio de determinados grupos de poder, la irrupción del narcotráfico en la actividad política, la manipulación de la agenda ciudadana por parte de medios de comunicación que se han puesto al servicio de grupos de poder, las oscilaciones globales que condicionan las remuneraciones y la estabilidad de los trabajadores, son algunos de los hechos objetivos que contribuyen a configurar el descrédito de todos quienes actúan en la dirección de la sociedad.
Ahora bien: ¿Cómo han llegado los diversos países –incluido Chile, por supuesto – a esta situación límite que está corroyendo su democracia?
Si se buscan factores comunes podríamos destacar, ante todo, las políticas públicas que han ido destruyendo la organización social lo que ha derivado en la evidente exclusión social y la marginación de los grupos más débiles. Verdaderas castas han tomado en sus manos el poder y se han perpetuado marcando la ausencia de atención a los problemas gruesos de cada país que se replican en todo lugar: Educación, salud, vjvienda y servicios básicos, previsión social.
Se ha creado la ilusión de que basta con dictar normas legislativas extensas y abundantes para dar por solucionados enormes desafíos que frecuentemente sirven para encubrir la permanencia indefinida de graves situaciones. Meses y años de discusión para concluir en nulas soluciones.
Los grandes responsables de las crisis que se viven, son los partidos políticos. Estas colectividades, que por su naturaleza están llamadas a actuar como canal de comunicación entre la base social y los gobernantes, han perdido su esencia, su deber ser. Transformados en agentes al servicio de los intereses electorales de los parlamentarios de su zona, han abandonado su obligación de contribuir a la formación cívica de los ciudadanos especialmente de aquellos que conforman las nuevas generaciones; han sido incapaces de inspirar y conducir debates analíticos responsables sobre los temas que preocupan el país; han dejado de ser portadores de los sentimientos de la base social ante quienes están transitoriamente ejerciendo una función pública no por sus méritos sino por un mandato que les ha sido confiado.
Esta verdadera corrupción de entidades destinadas a ser elementos vivificadores permanentes del sistema democrático, ha abierto los espacios para que otros ocupen su lugar. Con honda preocupación puede observarse cómo la discusión cívica se ha ido volcando paulatinamente hacia la masiva expresión de las llamadas “redes sociales”, ámbito en el cual, en la mayoría de los casos, no predomina la argumentación sino la descalificación mutua, en que materias complejas se polarizan mediante el recurso al “sí” o al “no”, contribuyendo no a idear respuestas sino a dividir la comunidad.
Si no hay claridad y voluntad es difícil imaginar que se nos viene para los próximos tiempos.
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