
EDITORIAL. Las reglas del juego.
Todo Estado en forma requiere una cierta cantidad de normas que hagan posible su funcionamiento.
En las dictaduras, los chilenos lo sabemos bien, esa normativa es inestable, es cambiada arbitrariamente según las circunstancias y los caprichos del jefe y su respeto es impuesto por la fuerza, por el control masivo, y por el terror. Basta con revisar las experiencias contemporáneas – en América Latina tenemos tres casos paradigmáticos, en el mundo hay muchos más – para darnos cuenta de lo que sucede. Prohibición de toda actividad disidente o alternativa de personas, organizaciones, iglesias; policías secretas; tribunales dependientes del dictador; comités de vigilancias por cuadra para amedrentar permanentemente a los ciudadanos; son todos ejemplos que caracterizan a estos regímenes.
En los sistemas democráticos un principio fundamental que los caracteriza es que el Estado tiene el monopolio exclusivo del uso de la fuerza, característica que es legítima en cuanto esté sujeta a las reglas que para tal efecto se ha dado la propia comunidad. El actual proceso constituyente, cualesquiera que sean las críticas y reservas a su respecto, tiene, ahora, en sus manos, definir los términos y circunstancias del caso.
Hay quienes, puerilmente, quieren creer que todos los grupos sociales, afectados por las injusticias, los abusos y las inequidades – que sin duda los hay y en cantidad importante – están dispuestos al diálogo con quienes, por mandato ciudadano, ejercen el poder en búsqueda de soluciones para sus problemas. Y ello no es así. No es posible olvidar que agrupaciones delictuales y aledañas al terrorismo, han reivindicado el uso de la violencia como método de acción “sea quien sea que esté gobernando” y la ex Ministra del Interior Izkia Sitches sufrió en carne propia las consecuencias de tal afirmación.
Por su lado, el control y sometimiento de la delincuencia, del narcotráfico, del crimen organizado, requiere sin duda el ejercicio efectivo del poder por parte de la autoridad.
Como se ha señalado reiteradamente, la existencia de un “orden” es una condición indispensable para trabajar por la concreción de respuestas que avancen en la superación de los múltiples desafíos que plantea nuestra sociedad. Teniendo claro que ningún sistema, ni totalitario ni democrático, es capaz de implementar soluciones inmediatas, es de responsabilidad de quienes gobiernan priorizar adecuadamente y hacer presente las razones y metas que indiquen el objetivo hacia el cual se camina.
En suma, la imposición del orden público hace posible el ejercicio de las libertades y derechos personales pero además es el eje de una tarea cultural que erradique la violencia de nuestras relaciones sociales. Simplemente, el no cumplimiento de este deber no solo tiene un costo político y electoral sino que, y esto es lo más grave, permite que grupos minoritarios alimenten tendencias de un autoritarismo populista.
El Ministerio del Interior y Seguridad Pública hace ingentes esfuerzos para avanzar en este terreno pero, más allá de la acción del Estado, es imprescindible que la comunidad se comprometa con esta causa. Imaginar un mundo sin reglas es una ilusión insostenible que ningún país puede soportar.
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