Editorial. Un tropezón no es caída.
El miércoles 8 de marzo – justo cuando se conmemoraba el Día de la Mujer – la Cámara de Diputados, en una sorprendente decisión, rechazó el proyecto de Reforma Tributaria presentado por el Gobierno por un estrecho margen de 73 a favor y 71 en contra, pese a que su aprobación requería un piso de 75 votos a favor de la iniciativa. Las ausencias autorizadas fuera del país y los pareos alteraron los quórum y todo hacía presumir que el Ejecutivo alcanzaría el mínimo requerido constitucionalmente.
Las cosas no se dieron de esa forma. Los partidos de derecha, alineados tras las banderas más radicalizadas encabezadas por el Partido Republicano y, según se dice, a instancias del ex presidente Piñera, se cuadraron sin sus habituales disidencias logrando así su objetivo, en actitud que no era deseable pero sí previsible.
La prensa conservadora responsabilizó del fracaso a los ministros Mario Marcel y Ana Lya Uriarte, en un caso por falta de diálogo y en el otro, por no amarrar los votos parlamentarios requeridos. Sin embargo, en el fracaso del trámite legislativo fueron decisivas las abstenciones de tres mujeres diputadas (Pamela Jiles, Mónica Arce y Viviana Delgado) que se presentan en todas partes como proclives al “progresismo”, quienes, sabiendo que las abstenciones se sumarían a los votos de rechazo, se ausentaron de la sala.
La cuestión sometida a pronunciamiento de la Cámara baja, radicaba en este acto en definir si era necesaria o no una reforma tributaria que permitiera elevar la tributación vigente para hacer viables los aspectos más relevantes del programa de gobierno, particularmente en campos tales como seguridad social, salud, educación. En la discusión del articulado, se podría debatir una a una cada disposición conviniendo las enmiendas del caso.
Si se quiere destacar lo esencial del texto rechazado, es claro que este buscaba elevar la carga tributaria de los sectores de más altos ingresos (en renta o patrimonio) y además buscaba perseguir la evasión y la elusión impositiva, aspectos respecto a los cuales hasta los sectores empresariales, porcentajes más o porcentajes menos, habían manifestado formalmente su aquiescencia.
En anteriores oportunidades hemos expresado nuestro juicio en cuanto a que vivimos en una sociedad profundamente fragmentada y hemos hecho presente que si no nos proponemos categóricamente superar una realidad plagada de carencias e inequidades, la situación social del país irá en un creciente agravamiento.
Felipe Larraín, ex ministro de Hacienda del gobierno del presidente Piñera (y que oficia de analista opositor amparado por el centro CLAPES, bajo el paraguas de la PUC) ha pretendido bajarle el perfil a los hechos y, en una irresponsable propuesta demagógica, ha expresado que la reforma es innecesaria ya que con el control de la evasión y la elusión, el alza en el precio del cobre, los ingresos extraordinarios que generaría el litio, la eliminación de programas gubernativos mal evaluados, podría el Estado disponer de recursos suficientes como para financiar la Pensión Garantizada Universal, la supresión de las listas de espera en salud y otros ítems demandados. Lo que calla el economista es que con su propuesta busca simplemente que no se afecte a los sectores en cuyas manos se concentra la riqueza.
Como se ha hecho presente, el sector de la gran empresa tiene el deber de ser más abierto y propositivo. En vez de pensar “qué bueno que no habrá reforma tributaria, lo que me da estabilidad y seguridad económica y financiera” debe mirar más allá de sus narices y de sus intereses y entender, de una vez por todas, que las amenazas y las incertidumbres solo serán superadas en la medida en que toda la comunidad nacional comparta y viva principios comunes de equidad.
Muy de acuerdo con el comentario editorial. La derecha recalcitrante -se demuestra una vez más-, no quiere la equidad, nunca la ha querido. Ellos son la élite que se cree la dueña de Chile y así actúa. Lo que están haciendo es preparar un nuevo «no lo vi venir», vale decir, un estallido 2.0.