«Aquellos o aquellas que creen que la política se desarrolla través del espectáculo o del escándalo o que la ven como una empresa familiar hereditaria, están traicionando a la ciudadanía que espera de sus líderes capacidad y generosidad para dar solución efectiva sus problemas.»

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El cine francés del año, parte II

El cine francés siempre da que hablar, ya sea causando escándalos por su contenido o dictando las direcciones que tomará la estética cinematográfica en el futuro cercano. Es por esto que, a la mitad de 2019, es refrescante repasar aquellas películas exhibidas en cines nacionales, importadas del país de Truffaut y Chabrol, y ponderarlas.

Clímax

Gaspar Noé a menudo filtra a Jean-Luc Godard en Clímax (2018), empleando títulos en negrita, de variopintos colores y tipografías, que ayudan a clarificar conceptos que pueden ofuscarse en la emocionalidad laberíntica de la película. Sin embargo, Noé no busca encolerizarnos como ya lo querría Godard, ni entregarnos respuestas a los comportamientos erráticos y extremos de sus personajes, sino que nos hagamos muchas, muchas preguntas.

En Clímax, una compañía de danza contemporánea, en la que participa casi pura gente joven, celebra en una escuela abandonada, mientras afuera nieva sin piedad. Los conocemos a través de una serie de entrevistas individuales, reproducidas en un televisor antiguo; la historia transcurre a mediados de los 90 en Francia, y a los costados de la tele hay sendas pilas de VHS, entre los cuales pude distinguir Suspiria (1977) de Dario Argento y Posesión (1981) de Andrzej Żuławski. Aquí hay desarrollos sangrientos, y llega un momento en que las personas parecen poseídas por alguna fuerza sobrenatural: la intertextualidad es efectiva debido a una ejecución original y a la ausencia de parodia.

En medio de un elenco compuesto por bailarines, sobresale Sofia Boutella, también bailarina, pero que ha demostrado dotes dramáticos en papeles secundarios en Atómica (2017) y Hotel de criminales (2018), y que implicaban desafíos físicos. Su personaje aquí es Selva, quien es el eje moral, es en quien podemos vertir nuestras esperanzas de que al final las cosas saldrán bien. Boutella le brinda a Selva suficiente presencia corpórea para que nos conduzca a través de una historia poderosa en su visualidad.

Los vemos a todos ensayar una elaborada coreografía al ritmo de una música electrónica que pone el DJ del grupo. Su mesa de mezclas está delante de unas cortinas de color azul, blanco y rojo, simulando la bandera de Francia: como dicen los títulos, esta es una película orgullosa de ser francesa. Es un evidente gesto metanarrativo, muy Godard, que me tomé con sarcasmo, y quizá sea la forma que Noé quiere que lo interpretemos. Mas ¿qué nos quiere decir? ¿Acaso la decadencia que estamos a punto de presenciar es la abstracción de ese orgullo nacional? Tal vez.

La alegría es contagiosa, ya nos gustaría estar entre ellos, moviendo el cuerpo como ellos, con un estilo único como ellos; las angulaciones y los desplazamientos de la cámara de Benoît Debie son vertiginosos, y los vestuarios urbanos de Fred Cambier nos transportan a esa época, haciendo tangible el júbilo. Se celebran a sí mismos, los marginados de la sociedad, apartados por quiénes son, lo que hacen, etc., y han conformado su propia familia.

El goce es interrumpido cuando descubren que alguien le ha echado LSD a la sangría que todos han estado bebiendo. Uno a uno van sucumbiendo al alucinógeno, y se vuelve la máxima expresión de una orgía. Cada persona alcanza su propio clímax (¿es éste un filme multiorgásmico?), cometiendo crímenes, teniendo sexo, bailando con locura. El espectáculo es a veces aterrador y siempre visceral.

El director se toma el término <<coreografía>> de forma literal. Si los pasos de baile son tan complicados que precisan instrucciones y armonía, de igual manera las escenas exigen el mismo rigor: Clímax consiste en varios planos secuencia extensos, y mientras una escena no necesariamente es una danza, un plano secuencia sí necesita de una coreografía.

Entiendo que los actores improvisaron diálogos y pasos, mas el despliegue técnico es demasiado preciso, y esto le resta parte del efecto purgante, extático, a la pieza.

El director ve la liberación del subconsciente como una energía que sólo puede demostrarse luego de que la gente ingiera el demonio dentro del vaso, y a través de manifestaciones físicas drásticas e incontrolables, nada de verbosidad. Es su versión del LSD. Ahora bien, los personajes en un filme de Gaspar Noé se comportarían igual, con o sin ácido, y, en el fondo, se trata de que estés dispuesto a tomar este viaje bajo sus reglas. Su impronta es autoritaria, implacable, cruel, aunque su tendencia por mostrar drogas en su trabajo sugiera un ánimo gregario.

El pulso de la música es intenso y resulta erótico, sobre todo por los movimientos sexuales del grupo. El montaje de Denis Bedlow y el mismo Noé es insólito: vas a pensar de otra manera acerca del orden de los créditos en una película, al igual que del lugar en que acaece el <<clímax>> en una narración; y los fotogramas negros que entrecortan diálogos de gráfico contenido sexual, parecen apagones cerebrales asociados a estupefacientes, por ejemplo.

El cineasta transgrede conceptos narrativos y los adapta a su estética anárquica, macabra, para nuestra entretención. No creo que haya mucha profundidad en las ideas del filme. Lo que le interesa a Noé es la sobreestimulación de nuestra percepción, sentir el descenso al caos, el sexo, el clímax, una especie de eyaculación comunal de una libido compartida. ¿Por qué? Creo que es mejor ver la peli dejándose mistificar por la pregunta.

Doubles vies

Doubles vies (2018) de Olivier Assayas quiere ser una comedia, pero su excesivo intelectualismo obstaculiza las risas; uno debería habitar la mente del director para hallarle el humor, aun cuando a ratos resulte divertida.

En general, funciona como una especie de reiteración de las primeras escenas, que involucran a un novelista, Léonard (Vincent Macaigne), quien aguarda la aprobación de su último manuscrito; y a su editor, Alain (Guillaume Canet), quien no sabe cómo decirle que no lo publicará, en parte debido a que la revolución digital está impactando de tal manera a la industria editorial, que el libro no sería rentable. Además, no le gusta por razones personales, así que es un no rotundo, el primero después de muchos años de colaboración. Esta conversación será reciclada por Assayas en las siguientes escenas, cuando otros personajes manifiesten sus propias opiniones respecto de los e-books, entre otras cosas.

El director/guionista nos presenta un concepto de dualidad con varias capas. Los libros físicos versus los digitales, la primera capa. Y los mismos personajes son dobles en cuanto a sus relaciones amorosas: todos son infieles entre sí; es un círculo cerrado y obvio. ¿Les importa?, no mucho. Lo que consume sus pensamientos es la posible desintegración de la vida intelectual tal como la conocen, al menos, en Francia, y los diálogos largos y mundanos suceden en sillas, sillones y camas, más o menos en ese orden. Así, la noción de romance está supeditada al cinismo por casi dos horas, algo no muy fructífero.

La verborrea sería meritoria de un guion sustancioso, neurótico, y creo que no es el caso. Es imposible no percibirlo casi como un acto de declamación para el elenco, debido a la escasa vida interior de los personajes. Y es imposible no pensar en Woody Allen y sus clásicas comedias de los 70 y 80, las predecesoras directas de Doubles vies. Que ésta transcurra durante un invierno parisino es la conexión más evidente con el usual invierno neoyorquino de Allen. Y hay también otros elementos: el uso de música extradiegética, por ejemplo, en una transición donde una pareja va a una casa en la playa, es muy parecido al de una transición en Annie Hall (1977), donde la pareja principal va llegando a, mira tú, una casa en la playa. Si hasta el final es similar al de Hannah y sus hermanas (1986), con matices de diferencia, desde luego.

La cámara de Yorick Le Saux, quien fotografió para Assayas la muy superior Personal Shopper (2016), se imbuye de una dulce nostalgia, con cuadros suaves, de una romántica textura granosa, filmados en Súper 16mm. Le Saux se mueve por los espacios con una fluidez que no es común en las películas de Allen, más teatrales por contraste. El montaje de Simon Jacquet se mantiene casi siempre en el plano-contraplano, estilo monótono y elemental que no desatiende el diálogo, y unas cuantas escenas terminan categóricamente, ya sea con declaraciones drásticas u observaciones penetrantes. Pero las palabras son tan copiosas que no pude disfrutar mucho la visualidad.

El sentido de la moda desplegado aquí es elegantísimo. Y en cuanto al sentido del humor, hay un chiste que equipara, de manera indignante, La cinta blanca (2009) con Star Wars: El despertar de la Fuerza (2015). Dichos largometrajes son utilizados para hacer un parangón entre el cine de élite y el de masas; cuál prefiere Assayas no es de nuestra incumbencia, sino la ironía en cuanto al esnobismo de los intelectuales, y la carcajada es efectiva. Es uno de los pocos chistes que de verdad funcionan.

La actuación sobresaliente le pertenece a Macaigne, quien aplica su enfoque sutil para la comedia, como hizo en la hilarante La loi de la jungle (2016); Léonard es un escritor regalón de su editor, quizá como lo son los buenos escritores, y no sirve para nada más: escribe, pues su motivación es el placer narcisista del desahogo público. Nora Hamzawi interpreta a su novia Valérie, y le brinda al papel una energía ácida que es tan deleitosa como intimidante. Juliette Binoche se divierte como Selena, actriz y esposa de Alain. Y este último es quien ocupa más tiempo en pantalla; su libido es alta, mas no es una característica suficiente para desarrollarlo. Alain precisa candor; ergo, es una criatura insípida, y eso no lo habilita para sostener un filme escindido en entretención y crítica, tradición y tecnología. Hablando de dualidades.

Algo falta. Ojalá los intercambios entre editores, novelistas, amantes, periodistas, hubiesen producido grandes transformaciones entre ellos. Pese a que Doubles vies se proponga instalar un debate en torno a la escritura, lo autobiográfico, los kindles, etc., su llegada es tardía, hace años que estos temas están superados, y se estanca en la presunción, por lo que el visionado a menudo nos hace rodar los ojos. No obstante, le concedo que tiene todos los ingredientes para posicionarse en el primer lugar del Top Ten anual de Cahiers du cinéma en diciembre; esto es, si no le gana Le livre d’image.

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