
El ocaso de los ídolos
Me sirvo de Nietzsche para poner en tabla el dilema de siempre entre individuo y comunidad. Durante todos los años de la república, hemos vivido desde un imaginario social (varios en sentido estricto) que a través del tiempo lo fuimos aceptando como símbolo de unidad y que, por tanto, actúa como punto de reflexión para descubrir el sentido orientativo de la realidad en cuanto realidad socio-política.
De esta consideración claramente normativa, se derivan figuras de tradición, enclaves de significado o puntos de legitimidad para los comportamientos sociales y políticos. En este escenario, se instaló la idea que el cargo identifica la persona, al punto que, paradójicamente, se diluye el sujeto en el rol asumido, lo cual tiene el efecto que la dignidad del cargo envuelve la dignidad de la persona que lo asume, y de lo cual no puede en modo alguno desprenderse, pues hacerlo, o intentarlo, tendría por resultado la ruptura del imaginario que se piensa constituye una vía para conocer el peso de la tradición, es decir, aquello que sostiene la realidad así como sus mecanismo de comprensión vital.
¿Qué subyace en toda esta conceptualización respecto del sentido práctico del imaginario social y, por efecto, de la carga simbólica de un cargo público como el de Presidente de la República? Sencillamente, para decirlo en breve, una normalización de aquel o aquella persona como figura simbólica representativa de toda la tradición y, en vínculo con aquello, una inteligencia del sentido de la comunidad humana que habita el territorio o los territorios.
El asunto que esta nomenclatura representativa del cargo y roles asociados, hoy en día entra en fricción interpretativa a partir de varios hechos, entre estos asumir que la comunidad no es una, sino varias que discurren cotidianamente sobre el sentido de sus existencias. Al ser así, sucede que aquella figura simbólica que representa visualmente ese imaginario social elaborado en el lenguaje común y que los pactos de acuerdo complejizan en normas escritas, ya por la dinámica histórica de conciencia de derechos, o del valor de las diferentes cosmovisiones de sentido que existen, se distancia por ruptura del afecto, o por caminar en la construcción de una mirada de país desde clausulas teóricas diferentes. Sin duda en ello está también el reconocer y aceptar que cada cual tiene su modo particular de interpretar la realidad, que, por de pronto, se respeta si se hace bajo un manto de criterios comunes. Lo que en fondo se plantea como un sostén de objetividad
Ocurre entonces que, en tiempos de reflexión comunitaria en procura de un nuevo pacto social, se espera superar el clásico referente instalado por la elite como el único capaz de resolver y encauzar respuesta de legitimidad y justificación de la acción social. Hay, de suyo, en la discusión contemporánea una búsqueda de mayor compromiso con el ambiente o el hábitat humano, con ello se busca que cada comunidad se instale desde el reconocimiento de su valor en el campo del diálogo para encontrar o recuperar sentido a los bienes comunes, a los derechos sociales y políticos que siente en su naturaleza como expresión de la dignidad humana. Así es como entra en disputa crítica el significante de quienes en la tradición asumen sobre sus espaldas la carga simbólica de un pueblo o pueblos, situación crítica pues la personificación del cargo es –y parece ser así- lo que se discute en el fondo de la cuestión de las normas constitucionales, ya que se somete al diálogo toda variable interpretativa de la realidad, tanto la tradición del líder único como la novedad del impacto de las diversas comunidades.
De esta forma, entiendo, no puede ser sorpresa alguna que al ser la comunidad la que dialogue buscando acuerdos, la figura simbólica de un líder tradicional se diluya al no generar fidelidad social en cuanto su capacidad para gestionar problemas y soluciones, sino más lo que la comunidad de base referencial significa para cada persona. De hecho, y producto de la dinámica que la comunidad instala en demanda de reconocimiento, insistir en hablar del líder social y político como referente único, lleva en sí un castigo a la variable comunidad como criterio para construir espacios comunes.
En el fondo, tenemos que, con la potencia de todo imaginario, cuando este imaginario se identifica en individualidades, la variable comunidad desaparece en los anales, a lo más aparece en las narraciones como carne o masa conducida por un liderazgo reconocido. Así, al momento que, en el debate respecto de la entrega oficial de la propuesta de Nueva Constitución, aflora el relato sobre invitaciones, renuncias a posteriori de ex jerarcas, volvemos al riel de lo normalizado en la tradición, por tanto, lo legítimamente justificado por lo que la tradición enseña: son ellos y no el pueblo los que hacen la historia. Quizá esta situación significa que aún no tengamos plena conciencia de que este nuevo marco, o nuevo pacto, no nace de la elite, sino de una comunidad por siglos silente que pidió, y que se permite por ello, libremente, dar vida a un diálogo comunitario al entender que se es comunidad cuando se cumple el juego de deliberación entre iguales sobre los bienes que son comunes,
El culto a la persona requiere de disciplina, y de un discurso asociado que resalte sus bondades, entre ellas: ser originales en la gestión, administración y, ocasionalmente, cierta inteligencia probada en la capacidad de evaluar acontecimientos para operar una decisión en el momento adecuado, vale decir, capacidad de juicio político y habilidad asociada. En ese escenario construido por sí o por otros (la publicidad es un fantástico cómplice que ayuda a ello), se instala no pocas veces por parte de un sector social una mirada complaciente a formas de acción que, y en sentido simple, significa en ocasiones aceptar sin crítica a personas que sostienen en sus hombros el manto de líderes. Su defensa cuenta con acólitos en el foro político, pero tal defensa no basta. La vida cotidiana desnuda un hecho irrefutable que lo podemos ver desde la vereda crítica como carencia de claridad sobre el hecho de que todas y todos somos ontológicamente iguales. Mas, si desde la firma del 15 de octubre del año 2019 se compromete el Estado en garantizar y asegurar las condiciones de debate y redacción de un texto que reúna los sentires de la comunidad, pueblos y personas, las figuras particulares que representan el viejo pacto constitucional pasan a un segundo plano. Desde el momento que la comunidad se empeñó en debatir por representar en un escrito lo esperable basado en el principio de igualdad ontológica, tuvo la libertad de elegir quienes en su nombre lo hacen. De suyo, una de las cosas que de verdad importa de todo el proceso, es descubrir que seguimos buscando ser comunidad desde el simple y a la vez complejo ejercicio del diálogo entre iguales que no piensan de manera similar sobre hechos, historia, y futuro.
Se da el caso que ya no hay tiempo para apéndices discursivos, lo central está ahí escrito, lo conocemos en borrador y desde el 4 en un texto definitivo. Quizá esa variable del diálogo, de descubrir y tener que aceptar que el otro, aquel visto como mi adversario, tenía una posición distinta, golpea a algunos al saber que el país construido no era el contado en el relato de los salones, sino en las galerías, poblaciones, calles y plazas. Su efecto, en algunos pánicos, miedo en principio figurado, luego traducido en sensaciones que lo vivido ya no será posible, que se precisa superar miedos, incluso renunciar a la centralidad de un discurso como si en ello estuviese toda verdad de lo que somos. Pero esto solo es posible de descubrir, si se reconoce como categoría existencial la alteridad; en su descubrimiento se supera el encierro propio de quien durante décadas vivió en-si-mismo la creencia de ser referente único en el mundo …
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