El Padrino 3 y otros filmes de terror.
En toda sociedad democrática, el Poder Judicial desempeña un papel fundamental.
Aunque el Poder Legislativo (conformado en Chile por el Congreso Nacional y por el Poder Ejecutivo que cumple funciones como colegislador) es el llamado a elaborar las normas que establecen la institucionalidad y regulan los diversos aspectos de la vida en sociedad, y el Poder Ejecutivo, por su parte es el encargado de la ejecución de las leyes, en el Poder Judicial recae la responsabilidad de administrar justicia, salvaguardando y reconociendo los derechos de cada persona (“dar a cada uno lo suyo”) y sobre todo amparando a las personas frente al poder omnímodo del Estado y de quienes ejercen ese poder.
La autonomía e independencia del Poder Judicial es, por consiguiente, la carta de garantía del ciudadano común ante la eventualidad del abuso y de la inequidad. Si para la generación de las autoridades que lo integran esta establecido un procedimiento que es permeable a influencias políticas, económicas y financieras, comunicacionales, etc., es altamente probable que los magistrados sean fácilmente influenciables a la hora de adoptar sus decisiones.
Es difícil y complejo idear a este respecto un mecanismo que sea perfecto. En la realidad actual encontramos desde países que contemplan la elección popular de los magistrados con el consiguiente riesgo de la politización de la judicatura y de la deriva hacia el populismo judicial, hasta naciones que han creado los llamados Consejos de la Magistratura que tampoco están cerrados a las influencias partidarias.
En el caso de Chile, la Constitución Política considera la salvaguarda de la independencia de este Poder a través de un proceso que considera la participación sucesiva del mismo Poder Judicial y del Poder Ejecutivo en los niveles inferiores más el Senado a nivel del tribunal superior.
Sin embargo, a todas luces la generación se ha maleado tanto por la no aplicación de criterios objetivos para ponderar el curriculum de los postulantes como por el inaceptable cuoteo en las designaciones de los ministros de la Corte Suprema.
El reciente caso de la postulación y frustrada aprobación del nombre de la ministra Dobra Lusic, ha puesto de relieve el tema y develado una variada gama de situaciones que, independientemente de cuan ciertas sean, enlodan la imagen de este poder del Estado y afectan su credibilidad en un tiempo en que aparecen cuestionadas diversas instituciones de la República.
Ante los ojos ciudadanos han reaparecido las figuras de los “operadores judiciales” que, tras bambalinas mueven los hilos necesarios para favorecer ciertas designaciones, recibiendo en recompensa designaciones a las cuales acceden no por méritos sino por influencias.
La ministra Lusic, en extensa entrevista concedida al diario El Mercurio, ha hecho público el hecho de que el senador Guido Girardi, a través de un amigo le hizo saber su interés en reunirse con ella y le manifestó su apoyo. Yo “decliné reunirme con él …me pidió juntarnos pero yo no acepté”.
Lo claro es que el Poder Judicial es, desde hace mucho tiempo, víctima de una enrevesada maraña que ha sido corroyendo sus valores éticos fundamentales. Fuera de los casos particulares que trasuntan un marcado “tráfico de influencias”, su actitud frente al “caso del Banco de Talca” o frente a los “casos de los detenidos-desaparecidos”, por ejemplo, constituyen evidencia irrefutable.
Ya sería hora de que una Comisión ad-hoc, del más alto nivel, integrada por ex Ministros intachables de la Corte Suprema y Decanos de las más prestigiosas Facultades de Derecho o sus representantes especializados, entre otros personeros relevantes, abordaran este tema y propusieran soluciones que sean viables democráticamente y que resguarden valores sustantivos.
La tarea es urgente aunque ello pudiera significar que muchos operadores y padrinos queden eventualmente sin trabajo.
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