
Reflexiones y recuerdos (pretéritos) después de un accidente automovilístico en mi ciudad penquista
Camino a casa
Fue como un latigazo, pero con un látigo gigante y terriblemente sonoro. Sentí un violento giro que duró décimas de décimas de segundo y después una bocina aguda y casi angustiosa que tocaba de continuo. En una semioscuridad sentí y respiré el humo en la cabina y me bajé muy rápido del sólido vehículo, estando consciente de que no tenía nada y que tenía que proceder de algún modo. Llegó gente corriendo y alguien dijo que había que desconectar la batería. Metí el cuerpo en la cabina y a tientas tiré la palanca, los “rescatistas” voluntarios de siempre abrieron el capó y, mientras la aguda bocina sonaba y seguía saliendo el humo, expertas manos desconectaron en segundos la batería.
Recién entonces miré el panorama y pude ver la camioneta alzada por su cola como a dos metros del suelo, sobre la vereda, equilibrándose en un cable tensor de esos que tiran de los postes eléctricos. Un taxibus en el centro de la calle, gente bajándose y cientos de curiosos que llegaron a mirar la “mansa gracia” que yo había provocado, en una noche del jueves, en la mal iluminada calle de Ongolmo cuando se cruza con Freire.
Varias personas me tocaban y preguntaban si estaba bien, o estaba entero, y me observaban con incrédula curiosidad. Personas con caras de importantes me ofrecían ayuda y algunos se preocuparon de llamar a bomberos, carabineros, ambulancias y después de unos minutos el lugar era un nido de vehículos con luces rojas intermitentes y sirenas que tocaban y tocaban. Yo me paseaba con soltura y hasta elegancia (había estado en una ceremonia académica durante la tarde), analizando la situación, con una serenidad pasmosa, hasta con una sensación de bienestar más que insólita para el momento. Hasta pensé que no era yo sino mi espíritu el que así se movía y actuaba, y que yo persona a lo mejor estaba muerto. Me recordé de esos clásicos relatos de los que han estado casi muertos, cuando cuentan haber observado desde lo alto su propio cuerpo inerte, allá abajo. Pero la situación ahora era al revés: mi cuerpo sano y salvo se movía muy bien, con relajo, y no veía ningún espíritu, ni en lo alto ni en lo bajo.
Cuando llegó el auto patrulla de Carabineros, se me aproximó un gentil suboficial que me saludó respetuosamente de mano y me hizo las mismas preguntas que todos me habían hecho. Conversamos serenamente con el chofer y el dueño del taxibus que, suerte también, viajaban juntos, reconocí mi error de no haber detenido mi camioneta al no tener preferencia y haber pasado con muy mala visibilidad, para ser impactado con violencia por el taxibus que apareció como de la nada, provocando ese latigazo tremendo, que lanzó mi vehículo en una espiral y lo hizo ascender de cola por el tenso cable del poste, el que en bendito rol evitó el estrellarnos contra los muros de la casa de la esquina, con consecuencias probablemente terribles.
Después de dos horas, cuando luego de una relajada declaración por las partes en la comisaría para acordar un avenimiento, volví al lugar de los hechos, la camioneta estaba ya en el suelo después de una ardua faena para la que se necesitaron dos camionetas-grúas y el apoyo de 10 bomberos. Le pedí a uno de los grueros que llevara mi vehículo a su taller, un joven que (como aquí todos nos conocemos) resultó ser sobrino de uno de mis más dilectos amigos, con lo cual ya con absoluta confianza le encargué que dispusiera de la Ford como le pareciera, y enseguida acepté el ofrecimiento de mi dentista, que había llegado al lugar y reconociéndome ya mucho antes me había ofrecido todo tipo de ayuda, para llevarme a mi casa en Penco. Era la hora 1 de la mañana, y me sentía increíblemente bien, especialmente por la tranquilidad que me daba saber que no hubo ningún ser humano lesionado, ni en el taxibus que corría con 15 pasajeros, ni menos por mi lado donde solo era yo el posible afectado, y ni física ni espiritualmente lo estaba.
Saco algunas conclusiones:
1. Tengo una increíble suerte, después de todo. Los destrozos de la fiel camioneta (y “taquillera” como la calificó la prensa local al día siguiente) no son nada frente a lo que pudo ocurrir con mi persona, con cero rasguño: cero, increíble ¿qué me protege?
2. Mi serenidad y seguridad para actuar en una situación límite como esa debe ser producto de las endorfinas que genera el organismo de uno para enfrentar la situación, llegando a un extremo, casi absurdo, de sentir casi un bienestar físico.
3. Si uno anda bien vestido (llevaba puesto uno de mis mejores vestones, camisa blanca y corbata de seda) todos te tratan bien y con gran respeto, comenzando por los carabineros, los bomberos y la gente ¡en una situación límite! Curioso, por decir lo menos, pero explicable. Dime como andas (y como actúas) y te diré quién eres.
4. Creo que me protege el amor de los que me quieren, y que piensan entonces que uno DEBE estar bien, ojalá siempre. Y esa fuerza existe, se siente y te hace salir bien de lo que puede ser terrible.
5. En el fulgor del latigazo, en el tiempo más breve que uno puede imaginar, mi pensamiento fue de un positivismo total: ¡quedó la escoba, pero nada te va a pasar: ¡NADA!
6. ¿Seré tan “suertudo” para salir bien en una próxima y análoga ocasión?
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