Un cuento
Desde Castelar, Argentina
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Qué mañana tan diáfana.
Mi jardín ofrecía una mezcla
de aromas increíbles,
laurel, eucalipto, pino.
Las macetas sólo mostraban sus hojas brillantes por esa llovizna
caída al amanecer.
Lo más notorio era ese sonido particular de diversos trinos.
Allí, en un costado de la casa donde no estaban mis utensilios de jardinería
había un concierto de gorjeos, que no se sabía bien si cantaban o discutían.
Hasta las aves más pequeñas se hacían notar.
Dispuesta a rastrillar el pasto antes de pasar la máquina busqué los guantes,
la escoba de alambre, un balde y la pala.
Lo hacía regularmente, era una actividad que me agradaba.
Lo de barrer previamente era por cautela que no hubiera ninguna piedra o elemento que pudiera romper la cuchilla de la cortadora de césped.
Había que tener en cuenta varias cosas.
El día fue tan maravilloso como hacía mucho tiempo no lo vivía así.
Dejé todo apoyado contra una pared.
Entré a la cocina y preparé una taza de café con leche.
¡Ah! es mi fiel infusión.
Apoyé la taza sobre la mesa de la pérgola.
Busqué una silla y desde ella observé todo fijamente
como viendo el antes y el después.
Desde mi lugar disfruté viendo a un par de calandrias que emprendían
su baño matinal en una pequeña fuente hecha por mí
con unas lajas que habían sobrado de un camino.
Sabemos que las calandrias son mal encargadas aún entre ellas.
Se disputaban el agua.
Las dejé hacer, no me metí en esa contienda de poder.
A lo sumo se marcharían.
Terminado el café se arremetió contra el pasto.
El ruido de la cortadora me gustaba y más de una vez me inspiraba temas o traía recuerdos de otros bosques donde con sierras trozaban ramas caídas.
Allá lejos, en otra orilla.
.
Con un gozo muy particular miraba como iba quedando.
Tomé la escoba y comencé a despejar lo cortado.
Que lindo quedaba.
Pero de pronto un golpe seco en el costado de mi cabeza me aterró.
Solté la escoba, temblaba.
Toque la parte golpeada con cuidado.
Debía comprobar si había sangre.
Toda yo era dolor y miedo.
Mis dedos estaban secos pero el dolor era intenso.
Haciendo un esfuerzo dejé mi postura vertical casi de estatua
y con paso apurado entré en la cocina, busqué hielo, lo envolví
en una servilleta delgada y lo apliqué sobre el costado izquierdo.
El susto permanecía, pero de otra manera.
Ahora era intriga.
Quería razonar, pero no podía.
Me di cuenta que lloraba.
Alcancé a tirarme en una silla, entorné los ojos y respiré profundo.
Agua, …necesitaba unos sorbos de agua.
Mi garganta parecía un desierto.
Cada tanto tocaba el cuero cabelludo, por suerte todo bien.
Mientras evitaba la aparición de algún chichón traté de concentrarme.
No era una bala perdida ni una piedra arrojada a propósito.
Mi vecindario estaba compuesto de gente mayor y el silencio en esa hora
de la mañana hacía suponer que recién estarían comenzando sus actividades.
Las 11 AM no es tan temprano.
No entendía nada.
Ya más armada tomé un tranquilizante y decidí asomarme al lugar del hecho.
Miré hacia todos lados.
La tranquilidad era absoluta y el silencio como suelen decir,
parecido al de un cementerio.
NADA …
Nada…
Con un terrible desconcierto volví a pararme donde había ocurrido el hecho.
Giré lento buscando por el aire y por el suelo.
El suelo, …Dios, …allí está junto a mis pies como pidiendo perdón
una bella y enorme PALTA o aguacate.
No me vengaré de ti, pero sabrás que mañana sentirás en tu pulpa
el filo de mis colmillos
En época de cosecha, jamás te sientes debajo de un palto.
Gladys Semillán Villanueva
Argentina
Agosto 01 – 08, 2024
D.R.A.
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