«La verdadera grandeza no es tener poder, sino saber renunciar a él.» Gore Vidal

 

 

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CALLEJEROS

Siendo adulto, se tiende a mirar la infancia como sinónimo de inocencia, como si olvidáramos  todas las cosas transgresoras o francamente perversas que nos sucedieron, para elegir solo lo bueno que nos pasó. Un “no quiero saber”.

Pero, al recordar lo perturbador de esas amistades peligrosas, pues cruzarse con ellas podía significar el derrumbe de la sobreprotección, la vulnerabilidad de vivir en el filo de la experiencia corruptora y definitivamente maligna era pan diario. Había mucho matonaje, hoy traducido bulling o grooming pero también hechos perturbadores que corrompían nuestras costumbres. Lo milagroso es que igual sobrevivimos, aunque con algunas cicatrices.

La calle, lugar de perdición, era para cualquier niño de mamá, el que hoy llaman mamón, la oportunidad de avizorar un mundo ancho y ajeno, pudiendo borrar de un golpe un mundo paradisiaco. Al colisionar con ese lado oscuro, con “normas al limite”, en donde aventurarse o arriesgarse, iba de la mano de un conocimiento de la vida, con cierta estoicidad y reciedumbre. Era parte de hacerse hombre o mujer, saber encontrar la verdad de las cosas. Y apechugar.

Vivir en la calle, exponiendose a conocer todos los caminos inimaginables para desviarse, buscando resolver curiosidades, explorar sus honduras o jugar con las emociones solía sorprender a nuestra inexperiencia, pero desde una intuición extraña. Era “sin querer queriendo”. Pero, siempre en guardia.

Haciendo memoria, esa intensidad de vivir fué agridulce. Podía suceder que descubrieramos los mayores enigmas, recogiendo de la vida lo mejor de las cosas o que el infierno estuviera a la vuelta de la esquina. Todos tuvimos amigos vagos, transfugas, groomingeros, abusadores, perros de la calle, gallá muy rara. Una fauna interminable. Pero, eran nuestros canales de información más significativos, las vías de aprendizaje más creíbles por ser pares. Nuestras redes.

Ese camino hacia la perdida del paraíso, que Herman Hesse define en “Demian” como el estigma de “encontrar el yo” al asumir la conciencia del bien y el mal -un poder que está dentro de uno- a veces era muy tortuoso. Descolgarse de líderes negativos podía significar que cambiaramos para siempre, pero el peligro tenía rostro, era cercano y podía enfrentarse aunque fuera a golpes. Salvaje y natural.

En el presente esas correrías parecen diabluras casi pedagógicas, por que el encuentro con la malignidad del mundo, es indirectamente mucho más sutil y confuso. Esa invisibilidad que se desliza en usos enrarecidos, mas, por la información mediática recibida, perturba por esa cosa oblícua que tiene.

A estas alturas, no cabe pensar que un “prefiero no saber” sea la tabla de salvación. Lo cierto es que callejear por las redes virtuales, en la cual a la vuelta de cada sitio, pueden acechar otros peligros, tiene una perversidad mas negra. Se puede encontrar el infierno, a distancia claro, anidado en la sobreprotección.

Si hoy, dentro del hogar se puede ser inmensamente mas callejero, es porque el exponerse a distancia, donde esta todo a la vista desde una escala inimaginable, no tiene ese filtro cercano, esa cosa del “control de la aldea”. Esa contención ya no existe, y no da lo mismo: aquí no hay medida, el asombro es sin salida. Pasa, que las redes están tan entretejidas que las colisiones son inevitables con canales inesperados, de una capacidad corrompible muy torcida. Es otra la fauna callejera, otro el vagabundeo, y el jugueteo exploratorio. Lo mas extraño, es que los niños ya no juegan en la calle, pero viven con mas peligro.

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1 Comentario en CALLEJEROS

  1. Que lindo el relato, que compleja interpretación.
    Un gran aporte con una visión muy pero muy especial.

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