«Somos naturaleza. Poner al dinero como bien supremo nos conduce a la catástrofe»

José Luis Sampedro

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De bienes públicos y desigualdad

Andrés Cruz Carrasco

Abogado. Doctor en Derecho (Universidad de Salamanca). Magister en Filosofía moral (Universidad de Concepción). Magister en Ciencias Políticas, Seguridad y defensa (ANEPE). Máster en Política Criminal (Universidad de Salamanca).

Es difícil hablar de bienes públicos, cuando se les imprime la métrica del mercado para entenderlos. Esta lógica conduce a que se desvanezca su valor, distorsionándose el papel que le corresponde al gobierno, en comparación con el sector privado, en la provisión de bienes y servicios esenciales. Es decir, al no existir claridad de lo que se entiende por bienes públicos y, más aún, un menosprecio en relación con lo privado, al gobierno no se lo identifica con lo público, sino tan sólo como un actor alternativo del mercado.

 Los ciudadanos son considerados como inversionistas o consumidores y no como actores de un cuerpo político democrático que deben compartir, como afirma Wendy Brown, “el poder, ciertos bienes, espacios y experiencias comunes”.

 En esta absurda métrica, el estado es considerado como una empresa, en la que los que tendrían más derechos son los que se supone pagan más tributos, aunque en la práctica hagan lo imposible por evadirlos o eludirlos mediante lo que con eufemismo se ha llamado “planificación tributaria” o buscando alternativas en “paraísos fiscales” para evitar hacerse cargo de pagar sus impuestos, pese a que han hecho uso de todo un sistema común, que debería ser financiado por todos, para sostener sus ingresos.

Con esta racionalidad los significados políticos de igualdad, autonomía y libertad se sustituyen por valencias económicas que suplantan el concepto de soberanía popular, deviniendo el sujeto un mero capital humano, formado con habilidades técnicas, pero sin educación para participar en la vida pública y el gobierno común. El individuo no es libre de hacer su vida y elegir sus valores según su voluntad, ya que debe invertir en adquisición de conocimientos y experiencia para producir, pero no para constituirse en un ciudadano.

 El conocimiento y el entrenamiento pasan a ser una contribución destinada a mejorar el capital humano para “emplearse”, no para ser un miembro de la sociedad. Importa más ser un sujeto entrenado que preparado para la convivencia social democrática. Luego, se exige diálogo y articulación, cuando nadie ha sido formado para aglutinarse, habiéndose considerado siempre como sospechosa toda forma de organización política o colectiva, levantándose como un ideal el asilamiento y el silencio del “empleado”, en lugar de la contestación.

 No se puede apelar a una absoluta igualdad social y económica, pero esto no significa tener que soportar profundas brechas de riqueza y pobreza. Cuando estos extremos prevalecen, los valores compartidos se disipan, brotando los resentimientos, lo que hace del “gobierno de todos” una simple quimera.            

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