«No podemos resolver la crisis climática sin cambiar nuestra relación con la naturaleza y con nosotros mismos.»

Naomi Klein.

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Editorial: El mundo de los que sobran

Equipo laventanaciudadana.cl

Periodismo ciudadano.

La población estimada de Chile, al 1 de enero de 2019, es de 18.629.746 personas.  Entre 194 naciones, nuestro país ocupa el puesto número 37 en cuanto a superficie y el número 62 en cuanto a población.

El ingreso por persona, ajustado según paridad de compra, gira en torno a los 24.950 dólares estadounidenses. Esta cifra,  sin duda, sería bastante aceptable si no fuera por el simple hecho de que oculta una enorme desigualdad.

Nuestra sociedad es una sociedad fragmentada dentro de la cual “coexisten” (sería absurdo decir que “conviven”) diversas minorías que procuran subsistir, cada cual a su manera,  en la medida de lo posible.

Desde un punto de vista étnico, la primera separación que encontramos se da entre quienes se consideran “chilenos” (definición que no obsta a que en ese concepto se incluyan  inmigrantes de origen europeo),   y  nuestros pueblos originarios y sus descendientes que, en general, son menospreciados a través de políticas sostenidas históricamente  que han buscado su “integración” desconociendo sus costumbres, su cultura y su lengua.  Asimismo, hoy puede constatarse la radicación en el país de aproximadamente 1.250.000 inmigrantes procedentes principalmente de Venezuela, Perú, Haití y Colombia. Estas dos aristas han permitido que se hagan públicas las peores manifestaciones de racismo y xenofobia.

Pero la realidad es mucho más compleja.

A la segregación territorial expresada en el “contrapunto urbano-rural” y,  al interior  de las ciudades,  en la deliberada estructuración en base a “barrios para ricos” y “barrios para pobres”, se agrega una variada gama de exclusiones sociales que preocupan a sociólogos y estadísticos pero que ya no llaman la atención del común de las personas que simplemente las consideran como parte natural del paisaje.  Algunos datos: 350.000 niños fuera del sistema escolar; 720.000 familias que carecen de una vivienda elemental digna; 5.000.000 de adultos que no han completado su escolaridad; 1.500.000 familias que carecen de servicios básicos tales como agua potable y eliminación de excretas; centenares de miles de adultos mayores sin ingresos propios o como receptores de pensiones miserables; etc. La muestra más palmaria está en el mundo de los individuos  denominados eufemísticamente “en situación de calle” y cuya vida transcurre en medio de la mugre, el hambre amortiguada por la ayuda caritativa de jóvenes y organizaciones privadas solidarias y que registran fuerte dependencia del alcohol y/o de las drogas. Agréguese a  lo dicho el dato relativo al número de personas privadas de libertad, cifra que alcanza a 45.868 hombres y a 4.153 mujeres que viven en condiciones inhumanas de hacinamiento que solo sirven para perpetuar el ciclo delictivo y que, particularmente en el caso de las mujeres, generan el abandono de menores y la desintegración familiar.

Al cuadro descrito a gruesas pinceladas le faltan, por supuesto, decenas de detalles importantes y significativos que, al integrarlos, debieran llevarnos a preguntarnos por qué razones, un país que tiene una población reducida y de crecimiento virtualmente congelado, que cuenta con recursos humanos y naturales no despreciables,  ha sido incapaz de enfrentar  estos requerimientos indispensables de justicia, equidad, dignidad que significan el piso básico de una comunidad civilizada.

Por supuesto que podemos responder que hay de por medio causas culturales, valóricas, que  configuran una convivencia individualista, egoísta; que problemas como los descritos tendemos a verlos como hechos desagradables que no son de nuestra personal responsabilidad; que nuestra natural opción es que otros, específicamente el Estado (el mismo Leviatán que no queremos que meta sus narices en la economía),  se haga cargo de sacarlos de nuestro ámbito visual ojalá sin afectar mediante impuestos nuestro patrimonio. Así, por ejemplo, el problema de la delincuencia (que nadie con dos dedos de frente puede negar que tiene un origen multicausal) lo buscamos abordar con mayores penalidades, con más reclusiones, con más controles impulsados paradojalmente por quienes se dicen “liberales”.

En ese campo, estamos enredados dando palos de ciego o buscando soluciones mágicas  copiadas de otras realidades. Nos convencemos a nosotros mismos que basta con dictar unas cuantas leyes para que los problemas los demos por superados. Creemos que la “modernización del Estado” pasa por digitalizar las labores  burocráticas pero no logramos ver (o nos hacemos los tontos) que de  la inmensa cantidad de recursos destinados a la niñez (este uno de los casos),  prácticamente más de  un 50% se queda entrampado  en los escritorios del centralismo funcionario. 

Los países fallan por sus falencias y debilidades institucionales. El Estado nacional lleva décadas atendiendo presto a los grupos de presión  con mayor capacidad de lobby y cuyas amenazas y voceríos apagan la voz de los más débiles y vulnerables. Los gobernantes (los actuales y los que los antecedieron, sin excepciones de ningún tipo)  han sido absolutamente incapaces de liderar ese cambio en la ciudadanía que implica una visión global y comprensiva de lo que queremos ser, que implica pagar el costo de la impopularidad simplemente para privilegiar lo que es importante y que es de justicia.

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