
Editorial: La sociedad egoísta
La evolución histórica de la sociedad chilena es bastante conocida en sus líneas gruesas. Nacida como país independiente tras una guerra secular entre los conquistadores hispanos y los pueblos originarios, institucionalizó más tarde una realidad bipolar sobre la base de una clase dominante, autodefinida como aristocrática, originalmente agraria y luego minera, y, por otra parte, un mundo abrumadoramente mayoritario conformado por el inquilinaje y un proletariado progresivamente urbano.
Los albores del siglo XX mostraron el surgimiento de la organización social y política de los trabajadores, la que fue reprimida y aplastada en hitos macabros como Santa María de Iquique, San Gregorio, Ránquil, La Coruña, Marusia, por considerarse que el obreraje insubordinado estaba poniendo en riesgo el orden social vigente.
Es imposible en este espacio entrar a una descripción detallada de un proceso que ha estado plagado de avances y retrocesos, de pequeñas conquistas logradas a duras penas y de regresiones vergonzosas. Cinco siglos de historia nacional contados a partir del paso de Magallanes por el estrecho austral, están marcados por una constante de desintegración y fractura, de abusos e inequidades.
No puede discutirse que en todo este tiempo el país en su conjunto ha progresado. Sería de tontos negarlo. Pero, igualmente insensato sería desconocer que en pocos momentos hemos sido una democracia ejemplar, que tradicionalmente hemos sido una sociedad fuertemente desintegrada y que los habitantes de este territorio estamos lejos, muy lejos, de compartir entre todos un sueño de futuro.
En Chile, los grupos dominantes no constituyen una elite. Una elite es una minoría selecta que por su inteligencia, su capacidad de trabajo y esfuerzo, su buen criterio y ponderación, es capaz de comprender una realidad y de actuar en consecuencia asumiendo un papel rector. En Chile, los grupos dominantes constituyen una casta cerrada, una turbia trama de intereses que, con contadas excepciones, se conjugan para asegurar sus espacios de poder y que, con procedimientos legales o ilegales, legítimos o ilegítimos (a fin de cuentas da lo mismo), buscan consolidar sus cotos poniendo a su servicio la economía y la política, la educación y la religión, las organizaciones sociales y los medios de comunicación.
La “meritocracia” y la “igualdad de oportunidades” pasan a ser no más que voladores de luces en una sociedad profundamente endogámica en la que cargos, funciones y privilegios se van traspasando de generación en generación para que, en definitiva, nada cambie.
En tiempos de pandemia no deja de llamar la atención que sean instancias extranjeras, como el Informe Bloomberg y The Washington Post, las que develen los problemas más burdos de nuestra sociedad. Sorprende escuchar al ex ministro Mañalich confesando en público que no tenía idea de las condiciones de pobreza< y hacinamiento en que viven miles de chilenos. Peor aún, indigna que el locuaz Presidente de la República que ha mantenido en su escritorio un terminal de Bloomberg haya guardado absoluto silencio sobre su informe actuando en concordancia absoluta con ”la prensa respetable” que sin vergüenza ocultó esa información.
En tiempos de pandemia vemos con asombro la amplia cobertura de prensa dada a una donación de equipos de ventilación hecha por la Confederación de la Producción y del Comercio por un monto de 75 millones de dólares. La cifra representa menos del 0,5 por mil del patrimonio de los donantes. El gesto de las grandes empresas trae a la memoria un texto del fallecido cardenal francés Emmanuel Suhard que vale la pena tener presente: “Tened cuidado: no es con un paquete que vosotros tranquilizaréis vuestra conciencia; no es con árboles de Navidad que se resolverá la cuestión social. La caridad es un bien cuando es testimonio de amor, pero es un mal cuando quiere reemplazar a la justicia. Lo que esperan tantos desafortunados no es un socorro parcial y sin mañana. Es una solución total y permanente. Es construir un orden más humano”.
En verdad, si no somos capaces de cambiar las estructuras y las reglas del juego, de excluir el afán de lucro como única motivación de nuestras acciones, si persistimos como nación en poner oídos sordos a una inequidad que se hace intolerable, resulta previsible e inminente un nuevo estallido social.
¿Podremos permanecer sumergidos en un limbo de injusticias manteniendo una gama de privilegios infundados? Dudoso. Muy dudoso.
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