Editorial. Preguntas y respuestas.
Todo país que vive una etapa de crisis y de cambios tiene la obligación de plantearse algunas preguntas acerca de cuáles son los nudos fundamentales que deberá desatar para poder enfrentar adecuadamente su futuro. No se trata solamente de trazar algunos lineamientos institucionales, políticos y económicos, sino de proyectar y elaborar una concepción clara de cuál es el tipo de sociedad en que queremos que desarrollen nuestras vidas y, lo que es tremendamente más grave, las vidas de nuestros hijos y de las nuevas generaciones que no han sido actores en la toma de las determinaciones del presente pero que, conforme a lo que hagamos y decidamos hoy, , qué duda cabe, verán afectadas, para bien o para mal, sus existencias y destinos.
Aparentemente la democracia es el terreno en que de mejor manera se expresa el respeto a los derechos fundamentales de todas la personas, en que se reconoce su capacidad de participar en la vida de la comunidad con similares derechos a todos los demás aun cuando de hecho existan entre ellos gruesas diferencias educacionales, económicas, culturales, etc.
Cabe preguntarse: Pero, entonces, ¿qué es lo que hace posible que seres tan distintos puedan convivir adecuadamente?
La Revolución Francesa de1789, tras el caos y la agitación social, dejó un legado simple pero imborrable que hasta hoy, veinticuatro décadas más tarde, persiste en el ideario y propósitos de innumerables sociedades políticas: LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD.
Si se quiere mirar el desenvolvimiento de las naciones, cada una de ellas con sus propias características y problemas, sería correcto afirmar que en su seno los grupos más individualistas y conservadores han privilegiado en sus proyectos ideológicos la defensa de las libertades destacando su temeraria afirmación de que, precisamente, la libertad económica irrestricta constituye la base, la conditio sine qua non de todas las otras libertades.
Por la acera de enfrente, han caminado los sectores sociales que en el lenguaje actual pueden ser catalogados como “progresistas”, los que, tomando conciencia de la grave situación de las grandes mayorías deprivadas han concentrado sus esfuerzos y sus luchas en la búsqueda de crecientes niveles de justicia y equidad.
Si bien en uno y otro plano, con todas las vicisitudes del caso, ha habido avances y retrocesos, pareciera indesmentible que la conciencia de la humanidad ha incorporado como valores esenciales perseguibles a uno y otro: libertad e igualdad.
Sin embargo, el fracaso se ha dado en torno al ideal soñado de la Fraternidad. Las sociedades contemporáneas, en su gran mayoría han incubado un clima de agresividad y violencia que no solo se expresa en el terreno de la represión política institucionalizada sino que permea todas las capas y estratos sociales haciendo que cada ser humano sea un lobo frente a un semejante.
La pregunta clave que se debe responder es: ¿Cuáles son los factores y circunstancias que alimentan este proceso que está corroyendo las bases de nuestra vida en comunidad?
Como sucede con todo fenómeno social, la respuesta a la cuestión no es simple.
Se trata sin duda de un problema muticausal. Los analistas han apuntado a una amplia gama de aspectos entre los cuales se han mencionado las consecuencias de la pandemia que se expresan en el detrimento de las condiciones laborales y el incremento de la desocupación con sus secuelas de incertidumbre e inestabilidad; el deterioro grave de las relaciones interpersonales que ha multiplicado las angustias que provocan el abandono y la soledad; el ambiente de indefensión que campea en diversos ámbitos y que se exacerba ante lo que se percibe como carencia de soluciones prontas y adecuadas por parte de la autoridad pública a requerimientos vitales de la población; la sensación de impunidad generalizada frente a la delincuencia o de inaceptables desigualdades en la aplicación de las normas penales; la intolerancia a la frustración; las dificultades de “el sistema” para que la gente pueda concretar aspiraciones básicas; la aporofobia o estigmatización de la pobreza; son todas facetas, entre muchas otras, que sirven de terreno fértil al cultivo de la agresividad y la violencia generalizadas.
Por su lado, el progreso tecnológico moderno manifestado especialmente en la masiva intercomunicación a través de las redes sociales ha llevado a una abismante polarización de la sociedad en que los sujetos ven todo a través del prisma del “bien” y “el mal”, del “sí” o del “no”, mostrándose incapaces de aceptar la existencia de tonalidades diversas o de admitir siquiera la posibilidad del error propio.
En consecuencia, ¿podremos romper la inercia de la polaridad y la violencia? Es posible pero ello requiere un esfuerzo conjunto y pertinaz de todos. Las responsabilidades son de todos pero, claramente, son mayores las de ciertos actores. En un próximo comentario editorial procuraremos ahondar en el tema que debe considerarse muy, muy grave.
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