«El afán de riquezas es una gravísima enfermedad, capaz de corromper no solo el ánimo humano, sino también la sociedad y la vida civil».  Anónimo.

 

 

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Editorial: Una asignatura pendiente

Equipo laventanaciudadana.cl

Periodismo ciudadano.

El diseño de la malla curricular para los estudiantes de la enseñanza media, ha sido fuente de constantes críticas y de permanentes desencuentros. En las últimas décadas, ha experimentado numerosos cambios que, en teoría, han buscado mejorar los notorios déficits constatados, por ejemplo, en matemáticas, lenguaje, idioma inglés pero, en buenas cuentas, el progreso ha sido casi nulo, de tal manera que no se incurre en ninguna exageración al afirmar que enfrentamos un proceso estancado y, en muchos casos, en franco retroceso.

Como sucede en todo el campo social, esta realidad es multicausal. Es frecuente que se achaque la responsabilidad a la insuficiente formación de los profesores que ni siquiera dominan las materias que enseñan o a los innumerables conflictos a nivel estudiantil o al agobio que agota a los maestros al involucrarlos en múltiples actividades burocráticas y de control impuestas por un sistema impregnado de desconfianza.

Las elites dominantes, por su lado, simplifican el problema y, directamente o a través de todo el aparataje de comunicación social que dominan, insisten en la necesidad de eliminar las asignaturas que sus expertos consideran inútiles o innecesarias y que distraen al alumno de lo que ellas consideran esencial: la formación para el trabajo. Ya no se trata de formar “mejores personas” sino de entrenar a un ”capital humano”, que no piense, que no razone, que no cuestione, que no discuta, pero que sea productivo.

La consecuencia lógica es la de eliminar o reducir las horas destinadas a las asignaturas que se consideran inútiles o innecesarias tales como la Filosofía, la Historia, la Educación Física. Se debe prescindir de todo conocimiento considerado superfluo para dedicar el limitado tiempo a las asignaturas consideradas prácticas.

En este esquema mental, ideologizado por el individualismo, el egoísmo y la competencia, naturalmente no hay espacio para la solidaridad. Imperceptiblemente el tejido que sostiene la vida en comunidad, la vida compartida con los demás, se rompe, y la sociedad entera se desintegra.

Ya no se trata simplemente de enseñar a razonar y a pensar críticamente, sino que implica conductas que incorporen un elemento afectivo que nos haga sentir que nuestro destino individual está insolublemente ligado al destino de quienes conviven con nosotros.

La solidaridad es un valor que, al igual que la educación en materia de derechos humanos, está llamada a traspasar todas las asignaturas curriculares de tal forma que el maestro, al instruirnos en lenguaje, en matemáticas, en ciencias duras o en ciencias humanas, sitúe la adquisición del conocimiento en un contexto colaborativo, de trabajo en equipo, de bien común.

La sociedad chilena es hoy, categóricamente, una sociedad fragmentada, no solo desde una perspectiva netamente económica que la estratifica según los niveles de ingreso, sino desde una perspectiva social, política, cultural e incluso religiosa.

El modelo económico actual es dominado por los antivalores del neoliberalismo que, fundado en la patológica búsqueda del consumismo y del enriquecimiento como aspiraciones de vida, en el enfermizo afán de perseguir la tenencia ilimitada de bienes materiales, nos destruye como personas, como familias, como comunidad, como nación.

Si se desea mirar la realidad con una visión de futuro (entendiendo que lo que hoy hacemos constituye la base del mundo en que vivirán las generaciones que nos sucederán) es indispensable torcer el rumbo emprendiendo un proceso de educación para la solidaridad que abarque a la sociedad entera. Esto implica un profundo “cambio cultural” en todos los sentidos, que requiere una convicción sólida de que este que conocemos no es el único mundo posible.

Solidaridad no es ni caridad ni limosna. Cuando damos al necesitado, al sufriente, al vulnerable (lo que en sí, por supuesto, es bueno) estamos mirando al otro desde arriba y ubicándonos como personas generosas que somos capaces de “hacer el bien”. Al contrario, cuando somos solidarios estamos asumiendo la tarea de caminar junto a él, de trabajar codo a codo para que se dignifique como persona, se desarrolle y sea capaz de transformarse en actor de su propio destino.

No basta, entonces, una adhesión circunstancial a la causa o a los problemas del otro, sino que es imprescindible un compromiso de vida que nos ate a la construcción de un mundo más humano.

Si quienes aspiran a dirigir la sociedad comprendieran los alcances de este deber moral, sería  posible empezar a caminar por este sendero.

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