«La conservación es un estado de armonía entre el hombre y la tierra.»

Aldo Leopold.

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Este chofer es una maravilla…

El caraqueño Nicolás Maduro Moros se encuentra en el corazón de un conflicto que afecta no solo a su país, Venezuela, sino que también a las relaciones de este con muchos países de América y el mundo. Proclamado como presidente reelecto de la nación caribeña por la autoridad electoral, el resultado aparece muy cuestionado.

Maduro ingresó como chofer del Metro de Caracas y, según los antecedentes disponibles, ejerció poco tiempo esa función marcando (según la CIA) un elevado número de infracciones de tránsito, y, posteriormente, se dedicó a ser dirigente sindical permanente. Desde joven se acercó a grupos bolivarianos diversos, formó parte de del área de protección del golpista y luego presidente Hugo Chávez y, pese a tener solo enseñanza media, fue designado por este como Ministro de Asuntos Exteriores. Al fallecer Chávez, víctima de cáncer, Maduro, en un procedimiento no muy claro, fue nominado Presidente de la República Bolivariana de Venezuela y, luego elegido y reelegido.

 En Julio de 2024, debió ir a nuevas elecciones y, según datos del oficialismo, pese a que solo se había escrutado el 80% de los votos emitidos, triunfó con el 51,4% de los sufragios, guarismo que no varió al completarse el total de sufragantes.

Lautaro Carmona, presidente del Partido Comunista chileno, reconoció la legitimidad de la victoria madurista declarando que “el proceso se llevó a cabo en forma ejemplar”. El solo texto esconde una martingala ya que, obviamente, un proceso electoral puede ser correcto pero, si los órganos encargados del control y del recuento no garantizan la confiabilidad y transparencia, todo queda en nada.

Por lo demás, es una burda falsedad afirmar tan simplonamente tal corrección. El Gobierno, a pocos meses de la elección, inhabilitó como postulante a María Corina Machado, obligando a la oposición a buscar un candidato de reemplazo contra el tiempo. La burocracia oficial puso sistemáticamente toda clase de problemas para la inscripción de los venezolanos en el extranjero en los consulados (en el caso de Chile, de 600.000 inmigrantes, solo 64.000 lograron registrarse). En el plano interno, a la oposición se le impusieron todo tipo de trabas para concentraciones, mítines y propaganda. De más está decir que si esta forma de proceder hubiera sido aplicada por cualquier otro gobierno que no contara con la simpatía comunista o por cualquiera dictadura de signo contrario, esta colectividad la habría condenado estrepitosamente. 

El ”triunfo” de Maduro no se corresponde con la verdad. Más allá de los cuestionamientos opositores esperables, el solo hecho de negarse a dar a conocer de inmediato las actas electorales, sirve para alimentar toda clase de sospechas. Afirmar ahora, con una buena dosis de cinismo, que el ocultamiento de estos documentos se habría debido a un hackeo desde Macedonia, no es sino una excusa pueril. A medida que pasan los días, todo indica que estamos frente a una manipulación evidente, más aún cuando se ha informado que el presunto hackeo es técnicamente imposible nsi se tienen las actas en papel a la mano y si, entidades respetables como el Centro Carter, se han retirado del país declarando que “las elecciones en Venezuela no fueron democráticas”. 

Un elevado número de países ha desconocido los resultados entregados por el oficialismo caraqueño y muchos, además, han ido reconociendo a Edmundo González como presidente electo. Frente a este enjuiciamiento masivo, el mandatario caribeño ha optado por el torpe camino de retirar sus funcionarios diplomáticos y consulares en Chile, dejando abandonados a los 600.000 migrantes radicados acá, y obligando al retiro de similares servicios de Chile en Venezuela.

Maduro ha llegado a un punto límite que tácitamente implica afirmar: “Soy dictador ¿y qué?

La cuestión, sin embargo, no es el simple problema interno de un país sino de una situación, y es bueno puntualizarlo, que trasciende sus fronteras.

Sus esquirlas han llegado a Chile adquiriendo creciente gravedad.

Cuando el actual gobierno decidió sustentarse en dos coaliciones, la sola autodenominación de una como “socialismo democrático” ya llevaba una implícita definición, que tácitamente incluía una aceptación plena de lo que se ha conocido siempre como “democracias liberales”. Si bien el problema de fondo fue siempre soslayado por razones obvias, es evidente que entrelíneas estaba presente el cuestionamiento a la simpatía abierta del PC y sectores del Frente Amplio, con dictaduras y gobiernos autocráticos “de izquierda”.

La ambigüedad del PC en este terreno difícilmente podrá mantenerse en el tiempo. Muy bueno sería, para despejar el panorama, que sectores reconocidamente comprometidos con el sistema, de todo el espectro, suscribieran  una Carta Democrática en que se puntualizaran los valores irrenunciables, que aquí y ahora, frente a la contingencia concreta, se obligan y comprometen a respetar en sus actuaciones permanentes. Así, quienes – desde cualquier lado – flirtean con los totalitarismos, se autoexcluirían y los ciudadanos sabrían definitivamente a qué atenerse.

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