
Fiestas Patrias…¿en febrero o en septiembre?
Frente a la hermosa fiesta que hoy culmina, un amigo se manifestaba confundido. A la ambigüedad en torno al año de la independencia -1810 ó 1818- y al carácter de los eventos –la formación de una junta realista o el inicio de la emancipación- se agrega ahora una celebración en febrero. Me parece que, al inicio del año del Bicentenario, es más que oportuno aclarar tantas dudas.
Las actuales generaciones consideran el 18 de septiembre como la gran fiesta cívica de carácter nacional. Sin embargo, esto no siempre fue así. En los primeros tiempos de la República existieron tres fiestas cívicas: el 18 de septiembre, el 12 de febrero y el 5 de abril. Refresquemos brevemente qué se celebra cada día. El 18 de septiembre se refiere a la constitución de la primera junta de gobierno, en 1810, paso decisivo hacia la libertad, pero que en ningún caso representa la independencia política. Representa históricamente el nacimiento o la “regeneración” de Chile, como entonces se decía y merece celebrarse, pues significó un paso arriesgado e irreversible hacia la emancipación plena.
El 12 de febrero, en cambio, tiene una doble connotación, es la fecha de la victoria de Chacabuco, de 1817, y la fecha de la jura solemne de la independencia en Santiago, al año siguiente. Digamos al paso que la ceremonia fue presidida por dos penquistas, en plena Plaza de Armas de Santiago: el ministro Miguel Zañartu y el coronel Luis de la Cruz, Director supremo delegado. O´Higgins, en tanto, ejecutaba la jura desde Talca, repitiendo la ceremonia realizada en la plaza de Concepción, lugar de la proclamación original, el primero de enero anterior. Para los santiaguinos, además, es la fecha de la fundación de su ciudad, en el lejano 1541. El 5 de abril, por su parte, recuerda la batalla de Maipú (1818) y es considerada la consolidación militar de la independencia.
Una Independencia, tres fiestas
La multiplicidad de fechas, sumado a las numerosas fiestas religiosas, generaba altos costos económicos. Una de las aspiraciones del sector dirigente era conformar una sociedad moderna, basada en una ética que valoraba el trabajo y la producción. De ahí que el exceso de días feriados, característico de los tiempos coloniales, contradecía su idea de progreso. Las fiestas, en efecto, se prolongaban varios días y se abandonaban las labores del campo. Los hacendados reclamaban que la cosecha del trigo y las trillas, las matanzas o las vendimias quedaban sin brazos en febrero, cuando se celebraba el “12”.
El “18” se impuso finalmente como único día nacional en que se focalizaría el sentimiento patriótico, por varios motivos: es una fiesta cívica y no militar, lo que en algún momento fue importante resaltar. Además, cuando Chile era joven y buscaba legitimidad, unos años más de “madurez” se veían bien, frente a las potencias extranjeras.
La primavera, curiosamente, también fue un argumento en su favor. El “18” coincidía con una estación importante dentro de la vida social. Después del encierro de varios meses, por la lluvia y el frío del invierno, con la primavera renacía el encanto de la naturaleza. Esa feliz coincidencia era una metáfora del renacimiento político del país. Aunque alguno sostendrá que no es coincidencia, pues en septiembre han sido siempre las revoluciones y los movimientos militares en Chile (baste recordar 1851, 1924 ó 1973). En septiembre florecía nuevamente la vida y se retomaba la diversión colonial de los volantines, con la aparición de los vientos “sures”, una afición ampliamente practicada; era la época de los rodeos y de un gran movimiento de mulas y de huasos a caballo.
Aunque el “18” pasó a ser una fiesta oficial, propiciada por las autoridades, luego se entendió que su legitimación pasaba por incorporar al “bajo pueblo” dentro del ceremonial. De ahí que se fueron absorbiendo elementos populares, hasta configurarse la gran fiesta nacional que es hoy, con desfiles y rodeos, con te deum, chica, cueca (entre cumbia y cumbia) y todo lo demás.
De manera que una fiesta en febrero responde a una tradición chilena de los albores de la República. Y si ya no interrumpe cosechas ni vendimias, ojala que continúe para siempre. O por los menos por los años del Bicentenario, que se extienden, en mi opinión, hasta la consolidación material de la independencia, con la victoria de Maipú ¡así que tenemos fiesta hasta 2018!
Antiguas celebraciones
Ya que estamos de acuerdo en celebrar, no está de más recordar como se hacía hace doscientos años. Había también ramadas y juegos populares. Entre todas, eran las favoritas las diversiones hípicas. Las recuerda Eugenio Pereira Salas, en su clásico libro Juegos y alegrías coloniales en Chile. Las carreras de caballos, antes que se creará el Club Hípico, en Santiago, Viña del Mar o Concepción, eran lejos las favoritas. Todavía lo son en los campos. Es curioso conocer sus reglas y otros entretelones. Así, las carreras provocaron un vertiginoso aumento de las apuestas. Allí se perdían, cuenta un cronista, “las talegas de monedas, las vajillas de plata, las manadas enteras y aún esclavos”. Por ello, por un bando de 1738 se trataron de suprimir las carreras, orden que nadie cumplió, salvo los perdedores, para evitar pagar las apuestas. La verdad es que era imposible detener la costumbre de un pueblo “tan lacho, tan rumboso y tan de acaballo como el huaso de Chile”.
Luego se trató de controlar las carreras con regulaciones y -¡cómo no!- aplicarles impuestos. Hacia fines de la Colonia el “ramo de carreras” era rematado anualmente en Santiago, a beneficio municipal. Se pagaban 10 pesos por cada carrera concertada. Regularizadas las carreras, un reglamento vino a reglar las carreras en todo el reino. Sus disposiciones eran muy detalladas y pintorescas. Leamos algunas: “En las carreras no debe permitirse, con motivo ni pretexto alguno, el que formen ramadas, que no se consientan ventas ni vayan carretas”. No se permitía a nadie pernoctar en el sector. Las apuestas debían hacerse en dinero efectivo, con prohibición absoluta que se hagan apuestas de ganados, alhajas, prendas, avíos, cabalgares y cualquier bien mueble, a excepción de los mismos caballos que se corrían. Hay una estipulación muy curiosa sobre la ocasión en que podían celebrarse las carreras: las de mayor interés deben hacerse en días de trabajo, “permitiéndose en días festivos sólo las de menor importancia”. Jueces, veedores y jinetes debían prestar juramento, para evitar “todo soborno, cohecho o cualquiera otra especie de fraude” Asimismo, estaba prohibido llevar perros a la cancha, “por los experimentos e inconvenientes que resultan”.
Las peleas de gallos
Otra popular entretención colonial, aunque no alcanzó en Chile el mismo desarrollo que en sus vecinos, fueron las peleas de gallos. Los primeros polluelos llegaron Chile con el mismo Pedro de Valdivia, pero se dice que el gobernador Hurtado de Mendoza, hacia 1580, habría introducido las peleas de gallos en el país. Cada ciudad importante tenía su coliseo de gallos y, por supuesto, corrían las apuestas…y los impuestos.
Hoy su práctica se haya legalmente suprimida, aunque subsiste en los campos y algunos barrios periféricos. Como se sabe, fue Bernardo O’Higgins, siendo Director Supremo, quien suprimió las peleas de gallos y de toros, influenciado por su educación inglesa. Pocos saben, en cambio, que había sido su propio padre, el gobernador Ambrosio O’Higgins el que introdujo las razas irlandesas y escocesas (los populares “gallos ingleses”), en la frontera cercana a Concepción y Chillán.
El Palícán y las Habas
Los mapuche también tenían sus juegos y diversos. Conviene conocerlos, por ser parte integral de nuestra chilenidad. Dos actividades favoritas eran el juego de la chueca y el juego de las habas. Un viajero inglés de mediados del siglo XIX, los describe con estas palabras: “el juego de palicán o chueca es muy parecido al de hockey o chueca que todos hemos jugado cuando niños. Se juega con una pequeña pelota de madera que se golpea con palos encorvados en sus extremos, tratando de llevarla al campo de los contrarios. El juego se efectúa con muchos gritos, atropellos y caídas y más de uno de los jugadores salió con la canilla rota; pero a pesar de todo reinó un buen humor”.
Cuando aumentó el calor, se suspendió el juego y a la sombra de los árboles frondosos, comenzó el juego de las Habas. Es algo parecido a los dados, dice, y se juega con ocho habas marcadas. Se extiende un paño en el suelo y los jugadores se sientan unos frente a otros. Toman las habas alternadamente, las sacuden en las manos y las arrojan sobre el poncho. Ganan los que cuentan primero cien puntos.
“Durante el juego acarician las habas, las besan, les hablan, las frotan en el suelo y en sus pechos, gritan y gesticulan, invocando buena suerte para ellos y mala para sus contendores, con tanta sinceridad como su creyeran que las habas tuvieran alma”. Las apuestas eran altas, pues se jugaban las camisas, los ponchos, los laquis y los cuchillos. “Más de un jugador volvió a su casa con poco más ropa que con la que nació”.
No sólo las posesiones materiales se arriesgaban a las habas o a los dados. “La suerte de los prisioneros de guerra ha sido resuelta con frecuencia por el capricho de un dado, y más de una vez, graves asuntos de política se han decidido por un juego de palicán”. Baste recordar el caso del obispo Marán de la diócesis penquista, en los años coloniales. Capturado durante una visita a la frontera indígena, su suerte fue jugada al palín… resultando afortunadamente victorioso el equipo que estaba por salvarle la vida.
En fin, hay muchas historias que recordar… aunque no todo hay que revivirlo. Lo importante es que hagamos arder, en las actuales y futuras generaciones, el fuego del amor a Chile, a través de nuestra música, historia y tradiciones.
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