«El mayor problema ecológico es la ilusión de que estamos separados de la naturaleza.»

Alan Watts.

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Qué dijo el Santo Padre que vive en Roma

En medio del confuso panorama mundial (ataque de Rusia a Ucrania, estallido social en Sry Lanka, dictadura militar “brutal e inhumana” en Myanmar, resurgimiento del conflicto entre la República Popular China y los Estados Unidos por soberanía de Taiwan), la visita del Papa Francisco a Canadá no ha pasado desapercibida. Comprometida en reunión habida en el Vaticano en abril pasado entre la máxima autoridad del catolicismo y representantes indígenas de Canadá “para fines de año”, fue sorpresivamente adelantada pese a la precaria situación de salud del pontífice.

Para situar este análisis en un contexto general, deben tenerse presente algunos datos importantes.

Canadá es el segundo país más extenso del planeta después de Rusia. Con casi 10.000.000 de kilómetros cuadrados, alberga alrededor de 40.000.000 de habitantes. La mayor parte de ellos es de habla inglesa aunque la población francófona radicada en torno a la provincia de Quebec es importante.

Se trata de una nación desarrollada, con un ingreso per capita superior a los 50.000 dólares y una forma de gobierno de monarquía parlamentaria. Simbólicamente su reina es Isabel II de Inglaterra en tanto que su gobernante efectivo como primer ministro es Justin Trudeau. De acuerdo al censo de 2011, el 68% de los canadienses se declara “cristiano” y un 39% específicamente se define como “católico”. Las confesiones protestantes más importantes corresponden a los presbiterianos, anglicanos y bautistas.

Canadá es apreciado como un país democrático, civilizado y muy abierto a la recepción de inmigrantes. Sin embargo, en las últimas décadas se ha hecho pública una serie de hechos de especial gravedad que golpea no solo su imagen sino que constituyen una vergonzosa afrenta a la conciencia misma del cristianismo.

Durante un prolongado período – muy superior a los cien años – en este país se impusieron políticas de asimilación forzada, mediante las cuales – en las palabras de Francisco – “muchos cristianos adoptaron la mentalidad colonialista de las potencias que oprimieron a los pueblos indígenas”. La cifra de víctimas es indeterminada pues cada día aparecen nuevas tumbas escondidas, sin nombres, y que corresponden casi todas a niños de los pueblos originarios. Desde finales del siglo XIX, se estima que unos 150.000 menores fueron separados forzadamente de sus familias y asignados a “escuelas residenciales” para hacerles abandonar sus costumbres y su cultura, cristianizarlos y formarlos en los valores propios de la sociedad mayoritaria conformada los colonizadores. Ellos sufrieron abusos físicos y sexuales y diversos estudios e investigaciones concuerdan en que varios miles – seis mil, a lo menos – murieron a causa de la desnutrición, el abandono y las enfermedades. El 60% de las “escuelas residenciales” mencionadas estuvo a cargo directamente de la Iglesia Católica o de entidades u organizaciones vinculadas a ella, y en sus patios y subterráneos han sido encontrados los restos mortales de miles de infantes inhumados masivamente en verdaderos cementerios clandestinos.

El pontífice romano ha tenido el coraje de poner la cara frente a esta negra secuencia de hechos, reuniéndose con los líderes de estos primeros pueblos americanos, reconociendo la responsabilidad y pidiendo perdón por las acciones abusivas y homicidas de grupos y entidades vinculados a su fe.

El Gobierno canadiense nombró una comisión especial para una investigación exhaustiva, entidad que aún a medio camino de su labor, no dudó en calificar los hechos como un verdadero “genocidio étnico y cultural”.

Pero ahí no se cierra el capítulo. A partir de 1980, e estima que más de 4.000 mujeres aborígenes han muerto o han desaparecido y todo parece indicar que se trata de “una noticia en desarrollo”.

Es obvio que las responsabilidades van bastante más allá de los límites de la Iglesia Católica, aun cuando sea ésta la que aparece en un lugar preeminente. Los líderes aborígenes exigen hoy que se abran todos los archivos que contengan información sobre la materia, requerimiento que se extiende a otras confesiones religiosas cristianas.

Nos encontramos, como puede verse, frente a un escándalo de marca mayor y que, para decirlo en pocas palabras, implica una verdadera traición descomunal al mensaje de Cristo. La historia pasada y también el presente, nos muestran como el reconocimiento de la dignidad de la persona humana – afirmación esencial de esta fe religiosa – es degradado por el fanatismo, las ansias de poder, y el afán de dominio, factores todos que envilecen al género humano.       

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