“Colonia Dignidad”: la distopía encarnada
Ricoeur en un texto magnífico como es La memoria, la historia, el olvido (FCE, 2010), realiza un análisis de la culpa siguiendo para ello a Karl Jaspers en otro texto calificable también de texto fundacional si cabe tal adjetivo. El libro en cuestión es El problema de culpa. En lo medular, ambos apuntan a hechos de la historia contemporánea, en particular la Segunda Guerra Mundial y sus aristas en el tema del mal, del perdón, de la reconciliación, de los niveles de responsabilidad personales y colectivos, en fin: de la culpa en sus distintas posibilidades interpretativas. Hannah Arendt, en sus trabajo sobre la banalidad del mal, profundiza en el sentido de los actos realizados por sujetos racionales y que son de profunda crueldad. Lo interesante es ver en la obras una crítica directa o velada a la excusa de la obediencia debida para salvar la culpa evitando de paso solicitar perdón, pues solicitado el perdón se reconocería la culpa propia, cuestión que los responsables de crímenes de lesa humanidad –no todos ni todas, por cierto- no están dispuestos a aceptar.
Los tres autores me vienen a la vista al seguir sin pausa la serie de Netflix sobre la Colonia Dignidad, lugar que perfectamente califica como el mural de la historia de una comunidad humana localizada y compuesta en su mayoría por personas que por fanatismo perdieron el rumbo de su humanidad. Lo que ahí sucedió, fue un proceso no accidental realizado metódicamente a fin de convertir en nada a la persona, vale decir, lograr su total nihilización que, y el en caso del ser humano, significa volverlo un simple objeto, vale decir: convertirlo en artículo de uso y abuso para otro ser humano. En Colonia Dignidad se practicó un juego de control social, por tanto, control físico y mental siguiendo pautas o reglas cuyas piezas eran personas. El acto de control consiste en una acción gestionada desde el menosprecio que “merece a priori alguien a partir de un juicio calificativo” y cuya meta es acabar con aquello que define el ser persona, esto es: la dignidad, condición que se evalúa en su realidad desde el respeto a sus derechos fundamentales, derechos que traducen en la práctica normativa el axioma ético de ser la persona: “ fin, jamás medio para otro u otras”, tanto que el carácter prescriptivo de toda norma es la persona, su autonomía y su razón.
El asunto es que alcanzado el quiebre de la dignidad, del sujeto en cuanto entidad existencial, se extravía la humanidad, pues se diluye la autonomía que caracteriza el ser persona. Su efecto es la ausencia de pasión suficiente para encontrar aquel sentido que lo libraría de determinismos, ya que queda atado en todo su significado al deseo de uso de otro. La explicación de por qué se produce aquello son varias, entre estas: fragilidad, deseo de seguridad, miedos, sanciones sociales. Todo ello constituye una materia suficientemente dúctil a manos de otro. Esta situación es toda una paradoja al encontrarse ahí, en la acción del juego de control realizado conscientemente, una traición al sentido del ser persona.
En el fondo, lo que la Colonia Dignidad ejecuta -sus dirigentes, en rigor-, consiste en un juego de manipulación usando instrumentos narrativos y físicos. Allí, en ese espacio de vida en comunidad, su líder aparece como figura análoga: puede ser visto como una suerte de metáfora de liderazgo de una vida social construida desde el temor empleando claves teológicas; en él se reúnen las características de un manipulador, de un seductor que acaba por ser el punto de inflexión en la resignificación de la comunidad, pues nos permite aceptar que es real y posible un modelo de sociedad con características distópicas.
No hay que ir a la literatura para observarlo, está ahí, estuvo como hecho social apoyado por el poder político y económico con fuerza en tiempos de dictadura. Colonia Dignidad se cubrió con la narrativa que lo exportaba como aquel lugar y oportunidad de humanización. Pero su existencia fue lo contrario, ocurrió lo distinto: un ejercicio primario de seducción usando la fragilidad del otro u otra para aquello, y luego, ya cautivos de sus propias carencias vitales, el chantaje como un proceder normalizado; fue sencillamente chantaje revestido de elementos de vacua moralidad que hoy en espacios seculares, terrenales, resultan inverosímiles. Quizá la explicación plausible de todo ese fenómeno de colectivización realizado por un propósito pensado desde un eje particular, identificable acá en Paul Schäfer, es que reúne en sí el carisma preciso y la inteligencia suficiente para cautivar, en sentido estricto, seducir a aquel otro u otra en un punto de su historia de fragilidad usando de ella para la realización de sus pasiones. Esta seducción luego se transforma en violencia sistemática, una violencia que impone el temor al amo como si tratase de una figura tremenda, y lo tremendo, en lenguaje filosófico-religioso, apunta al miedo. Resulta que la figura de Paul Schäfer es paradigmática en cuanto es sacralizado en vida por sus acólitos y acólitas que lo miran desde la idolatría como un pequeño dios del cual depende presente y futuro de sus existencias.
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