«Aquellos o aquellas que creen que la política se desarrolla través del espectáculo o del escándalo o que la ven como una empresa familiar hereditaria, están traicionando a la ciudadanía que espera de sus líderes capacidad y generosidad para dar solución efectiva sus problemas.»

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EDITORIAL (19-04-16)

¿Qué podemos hacer?

A mediados del siglo XX, diversos autores analizaban la situación que vivía el país en ese entonces. Mientras algunos escribían sobre “la eterna crisis chilena”, en trabajos revestidos de un claro sesgo economicista, otros ampliaban su mirada y juzgaban la realidad calificándola como de “una crisis integral”, es decir una coyuntura que abarcaba,  además, ámbitos políticos, sociales y culturales.

Setenta años después, una deliberada política comunicacional ha buscado radicar en los gobernantes de turno la responsabilidad sobre los problemas que hoy enfrentamos. Sin embargo, vemos como las personas que nos gobiernan cambian, las orientaciones políticas de quienes ejercen el poder también cambian  pero gran parte de esos problemas subsiste y se perpetúa.

La explicación simple y pueril es fácil: La culpa es de cada uno de nosotros porque no somos capaces de elegir bien. Más bien, porque periódicamente elegimos mal o, lo que es peor, con nuestra abstención permitimos que accedan al poder quienes no tienen la capacidad o la aptitud o la honestidad que se requiere para gobernar una nación.

Ello puede ser cierto. Pero no totalmente cierto.

El ex Presidente de Francia, Valey Giscard d’Estaing hizo en su momento una aseveración que, creemos, tiene validez general: “Ninguna sociedad puede vivir sin un ideal que la inspire ni  un conocimiento claro de los principios que guían su organización”.

Ambos elementos, el ideal,  por una parte, y la organización  necesaria para alcanzar ese ideal, son imprescindibles.

En los momentos en que se entra a un proceso de discusión de una nueva Constitución, obviamente se está trabajando en la definición de la institucionalidad que como país consideramos adecuada para enfrentar los desafíos y retos que la realidad contingente nos plantea. Estamos, en otros términos, buscando las herramientas adecuadas para realizar la obra que nos proponemos.

Pero, ¿no sería prioritario definir el ideal, es decir el tipo de sociedad que queremos?

Nuestro país  es, hoy por hoy, una sociedad fragmentada. En Chile, existen dos Chiles. Hay sectores, minoritarios por cierto, que viven y se desenvuelven en el lujo y la ostentación, que consumen automóviles de trescientos o más millones de pesos o que adquieren departamentos de ochocientos cincuenta metros cuadrados y cuyos ingresos mensuales muchas veces sobrepasan los cien millones mensuales. Al otro lado, hay una clase media de pensionados y empleados que a duras penas defiende su dignidad y su subsistencia y un sector marginal que transita desde el trabajo precario a la informalidad y a la cesantía.

Grave error cometeríamos si pensáramos que el desarrollo está al alcance de la mano y lo lograremos en cuanto alcancemos una barrera mágica de los veinticuatro mil dólares por persona.

El desarrollo es una situación social que está determinada por la educación, por las condiciones urbanas y rurales de vivienda, por la cultura de respeto a las demás personas y al ambiente en que vivimos, por la capacidad que tengamos de transformarnos en una sociedad integrada y solidaria.

Esa es una tarea de larga duración. Y sólo se comienza en el momento en que seamos capaces de enfrentar nuestra realidad a través de un debate franco, maduro y responsable.

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