«No podemos resolver la crisis climática sin cambiar nuestra relación con la naturaleza y con nosotros mismos.»

Naomi Klein.

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Editorial: Nuestro país en su laberinto

Equipo laventanaciudadana.cl

Periodismo ciudadano.

El plebiscito del 25 de octubre abrió una puerta.

Luego de traspasarla pudimos volvernos y mirar hacia atrás reflexionando acerca de lo bueno y lo malo que habíamos hecho en las últimas décadas, etapa de nuestra existencia republicana plagada de clarosocuros y en que los tintes y matices, lo positivo y lo negativo, dependían del lugar en que cada uno de nosotros se había situado para enjuiciar el pasado y, por supuesto, de cómo le había ido en tales circunstancias.

Más allá de esa verja de hierro, construida y blindada bajo dictadura, es posible encontrar un vasto mundo casi ilimitado que nos ofrece una cantidad interesante de oportunidades. Lo positivo de la opción que tomemos dependerá no solo de nuestro esfuerzo sino fundamentalmente de la capacidad que tengamos como nación para definir racionalmente lo que queremos construir.

Los sectores más conservadores y retrógrados de nuestra sociedad han insistido con pertinacia y desfachatez en afirmar algo obvio: una nueva Constitución no traerá de por sí más desarrollo, más oportunidades de trabajo, mejores salarios, mejor educación, mejor salud y pensiones dignas, etc. Y aquí nos encontramos con lo que son las eternas verdades a medias, ya que la majadería de estos actores pretende instalar en la agenda una seudoverdad para posteriormente hacer presente que casi nada de lo soñado se concretó.

Ya solo los más tozudos son capaces de defender la legitimidad de origen de la Carta de 1980, negándose al mismo tiempo a reconocer, en lo sustantivo, que sus disposiciones han amparado un modelo ideológico de sociedad que resulta inaceptable a esta altura de los tiempos.

El proceso de renovación constituyente sitúa al país en una verdadera encrucijada de la cual, y digámoslo con claridad, podemos salir tanto bien como mal parados. Ello va depender no solo de la madurez y seriedad con que lo enfrentemos sino fundamentalmente de la responsabilidad y generosidad que tengamos como nación para construir la casa común.

La sociedad en que habitamos no solo presenta estructuras de desigualdad e injusticia sino que está impregnada de elementos significativos de exclusión.

Desde la época colonial se configuró una verdadera casta dominante que se tuvo como algo natural por más de dos siglos. Mujeres, pueblos originarios, inquilinos y peones, entre otros, fueron sometidos por un grupo que se autodefinió como elite y que construyó su autoridad sobre una riqueza bien o mal habida.

El orden jurídico establecido, amparado en la fuerza de un Estado que tales elites controlaban, no hizo otra cosa que consolidar el poder de una minoría privilegiada por sobre las inmensas mayorías. La Constitución de 1980 no hizo otra cosa que consagrar descaradamente ese dominio pretendiendo imponer un cuadro de relaciones sociales tan amarrado que no pudiese ser alterado por sucesivos gobiernos cualquiera que fuese su orientación, como lo declarara con cinismo uno de sus autores.

El símbolo patente lo constituyó la segregación habitacional que condenó al mundo de la pobreza a habitar en la periferia de las ciudades, en viviendas precarias carentes de servicios elementales y le entregó solo condiciones muy mínimas de educación, salud y seguridad social.

Nadie puede negar que en las últimas décadas ha habido un cambio importante en las condiciones de vida de la población, cambio que en un alto porcentaje ha sido posible por la sumisión a un endeudamiento crónico. Sin embargo, este progreso no ha significado trastocar la realidad innegable: la inequidad absoluta en la distribución del poder. La ciudadanía ha ido tomando conciencia paulatinamente de que la formalidad legal y política no se condice con las condiciones reales en que se desarrollan las vidas personales.

Los actores políticos han dejado de representar a sus representados. La vida en sociedad para una inmensa mayoría se ha transformado en una perpetua lucha contra los abusos y maltratos. Ese universo que encubrimos bajo el concepto amplio y vago de “la gente”, aunque no lo explicite ni racionalice, percibe que el poder está en otras manos y que, por tanto, son otros los que deciden desde lo alto autoasignándose la capacidad de interpretar lo que “la gente” quiere.

La ira social, que aflora cada vez con mayor fuerza y con violencia, es simplemente la expresión de la amargura de quienes se sienten frustrados y ven que sus existencias personales y familiares se mueven en un mar de inseguridades sin que puedan proyectar un futuro para sus hijos.

El desafío de democratizar el poder es la clave del tiempo que se avecina, lo cual demanda organización social para lograr participación real.

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1 Comentario en Editorial: Nuestro país en su laberinto

  1. El desafío de democratizar el poder es la clave del tiempo que se avecina, lo cual demanda organización social para lograr participación real.
    Eso es lo crucial

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