EDITORIAL. Que en mi patria no hay justicia.
El proceso al agrónomo Eduardo Macaya como eventual responsable del grave delito de abusos sexuales a menores, ha abierto una “caja de Pandora” de alcances difícilmente mensurables. Los casos de este tipo no son muy escasos en Chile, pero este, en particular, ha adquirido ribetes de escándalo por tratarse del padre de un senador de la República que, además, era presidente de una de las colectividades políticas más conservadoras del país. Los notorios beneficios y privilegios otorgados al inculpado – a los cuales, por supuesto, no tiene acceso un reo común corriente – superaron las expectativas.
La sociedad chilena tiene el derecho a preguntarse, si este tipo de situaciones constituye una novedad que debe sorprender, o se trata de una conducta repetitiva que va mucho más allá de lo imaginable.
El “caso Macaya” ha develado una grave crisis que todo el mundo sabe que existe pero que nadie se atreve a abordar pues sus esquirlas pueden salpicar a muchos y muchas, personajes que ocupan sitios relevantes en los cuadros de poder del país y que, por tal circunstancia, están institucionalmente llamados a resolver cuestiones en conflicto o a decidir nombramientos y designaciones.
Un breve repaso, nos trae a la memoria la secuencia semi olvidada, o, más bien dicho deliberadamente olvidada, de lo que ha sucedido. Lugar preferente en el listado, ocupa, el conocido como “caso Hermosilla” que puso al descubierto una trama delictiva y de corruptela notable pero que por la complejidad del asunto o por las triquiñuelas de “hábiles abogados” amenaza con prologarse en el tiempo, por años y años. Inolvidable es el caso de Martín Larraín, hijo de un poderoso empresario y político que, conduciendo ebrio, provoca la muerte de un campesino. ¿Podremos olvidar el proceso de las “platas políticas”, escándalo en que los hechores fueron condenados a asistir a “clases de ética” en una universidad “top” que diseñó para ellos un programa semestral “ad hoc”? ¿Cómo olvidar las décadas que duró la investigación de los abusos sexuales y de todo tipo cometidos al interior de “colonia Dignidad” por Scheffer y la fuga impune del médico y cerebro de este enclave, todo amparado por un político que llegaría luego a ser senador y Ministro de Justicia y Derechos Humanos?
Por supuesto, estamos hablando del cuento de nunca acabar.
Este panorama oscuro debiera convocar a parlamentarios y a miembros del Poder Ejecutivo, de todos los colores, a meterle bisturí al sistema, abandonando la molicie e indiferencia que en esta materia registra la historia.
El Poder Judicial, por su propia naturaleza, está llamado a ser una pieza clave del sistema democrático ya que le corresponde no solo dirimir conflictos de derechos entre particulares, sino también entre cualquier particular y el Estado y, por sobre todo, amparar los derechos humanos de todos los habitantes de la República.
La tolerancia ya tradicional con que se ha actuado en este plano, conduce naturalmente al quiebre de la confianza que se debe tener sobre las autoridades. Esta aseveración, convertida en realidad social, conduce a la creación de una cultura que se va expresando en la peligrosa afirmación popular en boga, de que en nuestra República “hay una justicia para ricos y otra, muy distinta, para pobres”.
Todavía estamos a tiempo de tomar las medidas indispensables.
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