
El desconcierto
Las diversas encuestas de opinión han estado marcando, desde hace bastante tiempo, una valoración negativa no solo de la gestión del Presidente y del Gobierno sino de casi todo el ámbito político-institucional particularmente de los partidos políticos y del Congreso Nacional.
Si bien el destape de significativos actos de corrupción en el seno de Carabineros y del Ejército ha causado un fuerte impacto en una opinión pública que ha observado con perplejidad cómo entidades que, a pesar de los pesares, eran miradas con respeto, la ciudadanía consciente y empoderada no ha dejado de apreciar el hecho de que hoy sea posible que se conozcan plenamente delitos y acciones que no solo cruzan las fronteras definidas por el Código Penal y leyes complementarias sino que sobrepasan los más elementales principios éticos por los que debe regirse el cumplimiento de las tareas públicas.
Diversos actores internacionales han coincidido en señalar que Chile es uno de los países menos corruptos de América, opiniones que deberían enorgullecer a cualquiera nación que recibiera este tipo de alabanzas. Sin embargo, la vieja sabiduría popular reflejada en refranes tales como “no todo lo que brilla es oro” o “las apariencias engañan”, nos formula un llamado de alerta que debe despertar nuestra más profunda preocupación.
Aun cuando un número importante de personas manifiesta una cierta satisfacción con la situación actual de sus propias vidas personales, en los momentos de la conversación privada, íntima, fluyen los exabruptos indignados condenando los reiterados abusos que en el día a día se van conociendo.
El criticado paseo a China de los hijos del Presidente pasa a ser una cosa nimia si se lo compara con la conducta del personal de Gendarmería que permite privilegios inusitados a delincuentes vinculados al narcotráfico. O con la determinación de los integrantes de la Cámara de Diputados que deciden asignarse $500.000.- pesos mensuales, adicionales a sus escandalosas dietas y privilegios, arguyendo cínicamente que provienen de ahorros y economías que ha hecho la institución. O de una poderosa Iglesia Católica que, estando sumergida en una ola incalificable de escándalos, logra suscribir un “protocolo de colaboración” con el Ministerio Público que pisotea el hasta ahora (en teoría) indiscutido principio de la “igualdad ante la ley”. O cuando se hace evidente que Fiscales del Ministerio Público y hasta Ministros de Corte han actuado y adoptado resoluciones en determinadas causas a sabiendas de que los afectaban graves conflictos de interés.
La enumeración podría prolongarse casi hasta el infinito.
Pero el abordaje del complejo problema no encuentra su solución en propuestas como la insinuada por la ministra Dobra Lusic, hoy postulada a la Corte Suprema, en cuanto a la necesidad de controlar la labor de la prensa (tras reconocer paladinamente sus contactos con un cuestionado operador político).
Al contrario, lo que la comunidad nacional reclama, y tiene el derecho a exigir de sus medios de comunicación, es que cumplan los deberes que naturalmente les corresponden en una sociedad democrática.
Si tienen compromisos con grupos de poder o de interés, que los hagan públicos, de tal forma que el ciudadano pueda saber con qué matices le es entregada la información que recibe o con qué criterios se eliminan o esconden ciertas noticias.
Si, al contrario, pretenden mostrarse como ejerciendo un periodismo independiente, solo comprometido con sus lectores y con el bien común, que lo hagan con honestidad y autonomía, investigando, cuestionando la comunicación propagandística proveniente de fuentes oficiales, develando verdades, para hacer posible que las personas reflexionen sobre los mensajes que reciben y se formen sus propios juicios y opiniones.
El problema de fondo radica en el hecho de que todas estas numerosas conductas corruptas (leves, graves o gravísimas) son muchas veces deslavadas a través del poder comunicacional que tienen las elites y paulatinamente, junto con adquirir un creciente grado de legitimación (“si los demás lo hacen ¿por qué yo no lo puedo hacer?”, “si todos roban, entonces yo también puedo robar”) terminarán indefectiblemente socavando las bases mismas del sistema democrático.
En efecto, cuando nos sentimos desconcertados frente a los hechos que observamos y, más aún, cuando constatamos que variadas acciones delictivas permanecen impunes por razones formales, por inusitadas atenuantes, por el uso y abuso de artilugios legales, la indignación se va acumulando y hace que la gente, simplonamente, cifre sus esperanzas en los regímenes autoritarios.
Nadie, por supuesto, piensa en que casi siempre el remedio resulta ser peor que la enfermedad.
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