
El Pe Ce en Ascuas.
El Partido Comunista de Chile, dueño de una vida más que centenaria, pasa por una de las etapas más complejas de su historia. Si bien fue, sin duda, la víctima predilecta de la dictadura, esa larga etapa de torturas, muertes y desapariciones, constituyeron un factor externo que colaboró con el fortalecimiento moral de sus cuadros, demostrando sobradamente que la cruenta represión que soportaron fracasó en su afán explícito de hacerlos desaparecer.
El PC chileno siempre se caracterizó por su adhesión incondicional al modelo soviético, al extremo que en la jerga política, especialmente en federaciones estudiantiles o sindicatos, se mofaban de ellos diciendo que “cuando llovía en Moscú, los rogelios chilenos sacaban paraguas”. Prueba de ello fueron la exculpación permanente de toda responsabilidad en los crímenes y represión en la URSS que eran públicamente conocidos o la vergonzosa justificación de la invasión de sus tanques a países que mostraban afanes democráticos.
Pero todo explotó en 1956. Ese año, el Primer Ministro Nikita Jrushchov, que poco antes en la Asamblea anual de las Naciones Unidas había proclamado con soberbia y sin zapatos que “viviremos en el socialismo”, ahora, durante el XX Congreso del Partido, exactamente el 25 de febrero, denunciaba reservadamente los crímenes del estalinismo, generando un terremoto de consecuencias inesperadas en todas las colectividades hermanas a través del planeta. Desde entonces, todo se vio de otra manera. Surgieron crecientes movimientos disidentes por todas partes y, en 1970, fue oficializado el “eurocomunismo” por Enrico Berlinger del PC italiano, Santiago Carrillo del PC español, y Georges Marchais del PC francés. En sus principios, formularon el rechazo al modelo soviético e instaron por legitimar el pluripartidismo. Se quebraba, así, el monolítico (y reverenciado por todos sus militantes) proyecto surgido a partir de la histórica Revolución de Octubre, en tanto que todos los partidos de Occidente, con escasas excepciones, legitimaban las democracias liberales y se insertaban en ellas.
El Pe Ce chileno, sin embargo, se mantuvo aferrado a un pasado que se había ido y, ni la caída del muro de Berlín (9 de noviembre de 1989) que derrumbó a la Unión Soviética, quebrantó su fe en un sueño que ahora se veía imposible. Obligado, por la fuerza de los hechos, a vivir en una realidad política existente, pero que no era, para nada, de su agrado, ha jugado un doble juego, con un pie en el Gobierno y otro en la calle, combinando su participación en la vida de una sociedad pluralista y democrática con una incomprensible actitud de apoyo a dictaduras como las de Cuba, Venezuela y Nicaragua y hasta de regímenes como los de Corea del Norte. En este campo, no ha dejado de mostrar una disimulada simpatía por el régimen autoritario en Rusia del ex KGB Vladimir Putin, al parecer sin más justificaciones que la animadversión de éste por el “imperialismo norteamericano”.
Las secuelas del cuadro descrito, han llegado a sus filas. La sólida y uniforme disciplina que fue siempre una de sus características se encuentra claramente quebrantada. La “vieja guardia”, devota reverente del pasado descrito, se continúa moviendo en base a métodos y sueños ideológicos anacrónicos y obsoletos sin mostrar capacidad alguna para ajustarse a una realidad nueva. Muy a su pesar, y como consecuencia natural de ser una fuerza de gobierno, una nueva generación ha levantado su voz presentando públicamente alternativas disidentes que se van ajustando a las condiciones que, para bien o para mal, le impone la realidad. El PC ha asumido la responsabilidad de ser “partido de Gobierno” y eso implica hacerse cargo, le guste o no le guste, de todas las consecuencias de tal determinación, no solo en relación con el Ejecutivo sino también respecto de la institucionalidad del Estado. Legítimamente puede instar por modificarla, impulsando los proyectos que estime convenientes, pero no parece justificable cuestionar las decisiones de otro Poder del Estado especialmente cuando afectan a uno de sus militantes imputado por delitos comunes (caso Jadue).
Obviamente, el problema va más allá y deriva en la necesaria resolución de una cuestión de fondo: O se acepta integrarse al modelo político de las democracias liberales tal como las entiende el sentido común (respeto pleno a los derechos humanos, pluralidad de partidos, libertad de expresión, alternancia en el poder…) o se asume que son prisioneros de un pasado que ya no fue.
El partido deberá resolver muchas de estas cuestiones existenciales en su Congreso de fines de año. Las voces renovadoras han ido adquiriendo creciente peso y, si los viejos tercios no son capaces de abrirse a los nuevos tiempos, la crisis será inmanejable.
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