
IMPUNIDAD
La impunidad frente a violaciones a los derechos humanos es uno de los graves problemas que ha afectado a nuestro continente. Desde los tiempos de la conquista, la impunidad se ha dejado caer sobre nuestra historia como un manto que cubre y esconde lo peor de nuestra humanidad; y las recientes resoluciones de la sala penal de la Corte Suprema, nos vuelven a recordar la fragilidad de la justicia frente a la impunidad.
La impunidad es esencialmente la ausencia de castigo frente a una falta o delito; y puede manifestarse de diferentes maneras: la inexistencia de castigo o sanción; la existencia de un castigo claramente no proporcional a la gravedad de la falta o delito cometido; y la ineficacia del castigo en su cumplimiento.
Nuestra historia reciente nos da claros ejemplos de estas tres expresiones de impunidad.
Por años, el poder judicial chileno careció del interés, voluntad y compromiso para procesar judicialmente las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura militar, traduciéndose esto en que los victimarios gozaran de una impunidad que los eximió de castigo.
Cuando finalmente, debido a la presión de valientes organizaciones de derechos humanos en Chile y a nivel internacional y gracias al valeroso aporte de algunos jueces, el poder judicial asumió su responsabilidad e inició los procesos que en derecho correspondían, nos encontramos entonces en muchos casos con una impunidad encubierta, manifestada en procesos largamente dilatados y sanciones que por su liviandad no se condecían con la monstruosidad de los crímenes cometidos.
Hoy, las recientes decisiones de la sala penal de la Corte Suprema nos enfrentan a una nueva impunidad, esta vez revelada por la ineficacia en el cumplimiento de las penas a las que los victimarios habían sido condenados.
¿Como no rebelarse frente a esta nueva falta de justicia? ¿Cómo no reaccionar con una mezcla de rabia y dolor frente a este nuevo agravio que golpea a miles de chilenos y chilenas que sufrieron lo más oscuro del rigor de la dictadura?
La Corte Suprema, y los ministros directamente responsables de estas decisiones (Hugo Dolmestch, Carlos Kunsemuller y Manuel Antonio Valderrama) se defienden, como lo hicieran en los peores años de la represión, argumentando la interpretación del derecho, atribuyéndole la responsabilidad a otros y esgrimiendo la independencia del poder judicial.
Sin embargo, estas excusas solo funcionan en la mente de aquellos, cuya condena a las violaciones a los derechos ha sido históricamente acomodaticia, débil o inexistente.
Frente a esta situación y más allá de la procedencia o no de una acusación constitucional contra los ministros de la Corte Suprema que aprobaron la libertad condicional de siete condenados por crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura, lo que sin lugar a duda corresponde, es una implacable sanción ética y moral; una sanción por parte de la ciudadanía en contra de quienes con su actuar, benefician con la impunidad a quienes por la gravedad de sus crímenes no debieran de gozar de ninguna condescendencia social.
No se trata aquí de buscar venganza; se trata de obtener justicia. No se trata aquí de perdonar; se trata de nuestro deber de no olvidar.
La vergüenza y el dolor nuevamente ocasionado a las víctimas, sus familias y la sociedad por las sentencias de los ministros Hugo Dolmestch, Carlos Kunsemuller y Manuel Antonio Valderrama nos recuerdan las palabras del sobreviviente del holocausto Elie Wiesel, quien frente a los sufrimientos padecidos señaló: “Debemos tomar partido. La neutralidad favorece al opresor, nunca a las víctimas. El silencio fortalece al torturador, nunca al torturado. Hay ocasiones en las que debemos intervenir”.
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