LA CASA DE ROSALÍA
Desde Castelar, Argentina
Apoyó sus delicadas manos en el grueso portón de hierro forjado.
Desde ese ángulo adornado con antiguas camelias el entorno de la casa ofrecía a la mirada de esa mujer
un sosiego propio de los museos.
Qué eso era la casa de Rosalía, un museo.
Los pequeños senderos de piedras blancas acercaban primero a la pérgola donde
una mesa y un banco rústico con su respaldo fueran utilizados
para descansar el cuerpo
de horas de escritura y ensueños o dolores de la carne.
Hacia ambos lados más plantas de camelias, flor típica de Galicia, al fondo
la casa, de dos plantas,
elegante, luciendo un amplio balcón y una chimenea cuyo tiraje bien podría servir para el nido de las cigüeñas.
La puerta principal oscura, con tallas de finas curvaturas.
Si se tuviera que definir el estilo, sería un poco complejo, tal vez una síntesis entre los pazos señoriales con las famosas casas de campo.
Lo que más llamaba la atención era una suerte de magnetismo que irradian esas paredes, el entramado de los follajes con esos muros de un suave color canela.
Los cipreses del fondo, altos, majestuosos, en sus verdes escapados de la paleta de un pintor, ávido de naturaleza,
y más atrás las montañas con esas mezclas de foresta y canteras de donde se extrae el granito para las tallas de la imagen de Santiago Apóstol,
los cruceros que son puestos para marcar en las aldeas su entrada y salida mostrando el cuerpo de Cristo de un lado y del otro a su Madre acompañándolo.
Sobre la gramilla del jardín gran cantidad de camelias reposando los últimos momentos de su lozanía.
Y la brisa, esa caricia que se experimentaba al entrar, casi como una voz convertida en soplo
para que nadie la olvide.
Terminó de abrir una hoja de la puerta, ya podían ingresar los visitantes.
Pero para ella siempre era como la primera vez.
Ese año del 86 cuando arribó a ese museo y se enfrentó con una foto que la impresionó.
Unos ojos oscuros y tristes la miraban fijamente.
El día en que Maruja, protectora de la casa la recibió con una sonrisa y un par de besos en las mejillas, como si se conocieran de siempre.
Tarde de confesiones y secretos entre ambas, de lectura y recitado de silencios creativos.
De suponer cosas de Rosalía y llevarle como de costumbre una flor para que perfume la almohada donde reposó su cabeza.
Esta mujer que palpitaba ante las líneas manuscritas, que de ser posible arrullaría esos cuadernos prolijos,
donde quedó encerrada una vida plena de desafíos, dolores y verdades.
En este viaje ella no ha llegado sola, ha traído desde Buenos Aires una obra en la que muestra la carita un tanto triste de la poetisa,
un grafito en el que se observa la cabeza emergiendo
de la tierra gallega amparada por la torre de la Iglesia de Bastavales
y su campanario, recinto amado y cantado.
Disfruta de ese paseo cargado de sensaciones, cada vez que puede regresa, conoce esa casa casi como la palma de su mano,
que sostuvo el grafito para poder entablar un diálogo secreto con su amiga
mientras la dibujaba.
Esa amiga, Rosalía de Castro, que ahora le sonríe desde el lienzo.
Fuente de figura
https://museos.xunta.gal/es/casa-rosalia
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