«Cada hoja que cae te recuerda que todo está conectado.»

David Attenborough

 

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La instalación de la realidad de género en el cambio cultural. ¿Tiempo de desparpajo o tiempo de meditación?

Rodrigo Pulgar Castro

Doctor en Filosofía. Académico U. De Concepción.

¿Tiempo de desparpajo o tiempo de meditación? Los aires que corren no dan pie para lo primero, mas sí para aceptar la obligación de hacer lo segundo. Los días que corren, piden una mirada a la historia social y cultural como una realidad cómplice de los desajustes en los tratos y relaciones de justicia entre un género y otro. Por cierto, esto se particulariza en situaciones concretas, en micro espacios que obedecen a las pautas macro sociales aceptadas a lo largo del tiempo. Todas estas marcas por su carácter referencial conquistan, por su uso, el estatuto de creencias que se comportan como los horizontes de significación para la comprensión no solo del espacio habitual de convivencia, sino también la existencia de cada persona y ente que comparte el mismo espacio. Su aproximación crítica –lo cual no es fácil de llevar por ser nosotros, sus actores, los que a veces no dejamos ver su troncalidad solo su follaje – es posible a partir de  entender que esta es una realidad abierta a la interpretación. Signo lo anterior de una tarea enfocada en evaluar la responsabilidad personal y colectiva en una historia de anormalidades normalizada por la costumbre de verlo siempre así.

Hoy somos parte de un escenario vital que demuestra, -a pesar del intento de negación del hecho del conflicto cultural (por cierto se trata de demanda de un cambio cultural y no de maquillaje en las relaciones entre géneros)-, que estamos inmersos en la construcción de un juicio a la tradición. Se trata de un juicio que se va construyendo persona a persona y de colectivo en colectivo. Es un juicio dinámico que, por efecto de su desarrollo,  acusa a la tradición que, por la voluntad de un género y la domesticación del otro, trastocó el principio de igualdad y equidad. De suyo, el juicio es sobre una realidad de tradiciones que tiene en su matriz de sentido –de aquí todo se desprende- las condiciones de un poder efectivo sostenido, las más de las veces, en la fuerza de la voluntad que desde antiguo –gran responsable la filosofía griega- se instaló en  la conjunción virtud-varón; conjunción aceptada como lo políticamente correcto y asociado por fuerza a un modo ético que establece en lo cotidiano formas de trato injustas que –ciegos e inconscientes- descubrimos por el peso de la demanda por no más violencia.

El movimiento feminista pone en el  espacio público la necesidad de realizar una evaluación crítica a la axiología construida en el marco de lo normalizado desde la imposición de la fuerza, de una fuerza que entendida como característica vital se atribuye en propiedad al hombre virtuoso, por tanto, cerrada a quien no goce del privilegio de pertenecer a este género. Gozar del sello  varón o del macho significa mostrarse a toda mirada como “hecho y derecho”. Su efecto (o defecto para quien bien lo entiende) simple y concreto y a la vez perverso es el siguiente: quien no reúna tal característica sufre la imposibilidad de conseguir la perfección por aceptación de los otros, es decir, carece de la virtud para aquello. Mas esto implica que el conflicto se despliegue como realidad profundamente abierta a otras interpretaciones, particularmente plausible para quien se siente lejano a tal caricatura. Ante esto, debo reconocer que de un modo u otro –insoslayable es entenderlo- somos todos y todas, herederos de una tradición que miraba con aprobación y bien-estar el comportamiento masculino. Todo, además, atado a la  voluntad de poder convertida por la historia humana en el  criterio de evaluación de los actos y su conclusión como actos normales.

A estas alturas de la hoja acepto el hecho que estuve tentado de poner traición en vez de…; y quizá ahí esté el nudo que hay que desatar, pues la sensación de un género traicionado por el otro género es causa de conflicto, ya que permanece invariable el miedo a quien se presenta como un otro u otra. Miedo simulado sin duda, pero sobre todo disimulado en hábitos cotidianos. Era y sigue siendo en muchos lugares  un hábito el miedo. Claramente  ayer era un hábito oculto y en estas horas  con total libertad reconocido. Acto no menor, pues tributa a un reconocerse como alguien histórico carente de justicia, además como un alguien al cual no le basta aceptarse sino ser aceptada o aceptado. Ayer era simplemente un modo de presentar (se) simulado. Por cierto, hay en la historia del día a día aún todo un juego de caretas que esconde  en muchas el temor al otro.

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